24 de febrero de 2018

LA IMPRONTA DE LA POBREZA

Los venezolanos siempre hemos sido de origen humilde, en el tracto temporal de un “siempre” que podríamos hacer comenzar (por aquello de las “periodizaciones ineluctables”) desde el inicio de nuestra historia republicana, esto es, de la República de Venezuela, en el año del Señor de 1830. Ese afán por remontarnos a glorias familiares pasadas, donde la riqueza y el poder orlaron a nuestros antepasados, son la mayoría de las veces “cuentos de camino” o exageraciones propias de quienes se amarran obsesivamente a la existencia pasada de “tiempos mejores”, acaso vanos espejismos, fruto más de una narrativa familiar amarrada al realismo mágico propio de nuestro gentilicio, que una “historia familiar” comprobable empíricamente.

Y sí, ciertamente, aunque algunas de nuestras familias venezolanas hayan tenido en su impronta ricos terratenientes, importantes generales o almirantes, tribunos de impecable palabra, juristas, médicos o emprendedores de brillante trayectoria, es prueba irrefragable de su origen un campo vetusto, la espléndida llanura criolla, la huerta andina o, tal vez, la pensión (casa de vecindad), la humilde morada y el plato breve al momento del condumio, en especial en tiempos de libros y trasnochos.

Si se hizo parte o se hace parte de alguna “oligarquía histórica” (reitero una vez más en el sentido aristotélico del concepto), nacida como todas las nuestras al abrigo de un gamonal, su mesnada o un partido y su líder, todas pasan o desaparecen inexorablemente cuando el sistema político que les da origen, trasciende su umbral de inestabilidad, dando nacimiento a un nuevo líder, un nuevo grupo y un nuevo sistema.

En Venezuela (y damos gracias a la Providencia), las oligarquías no son históricas y tampoco devienen en aristocracias. Hablar de “apellidotes” como lo hacía el Presidente Hugo Chávez cada vez que le pegaban las “ventoleras del resentimiento” es, lo menos, absurdo. Ninguno de esos apellidos sobrevive hoy día. Acaso lo hagan provistos del camuflaje que les proporciona algún patronímico tan sencillo como “Pérez o Rodríguez o Gonzálezo o Silva”, obligando a quien, amarrado a la estupidez social de un tiempo ido, insiste en hacerlo “sonar” por propia satisfacción. “Pérez Rendiles”, “Noguera Pietri”, “González Boulton”, “Silva Sucre” son algunas de esas combinaciones que parecen vestir aquellos otrora sonoros apellidos de su tiempo, con los sencillos ropajes (en ocasiones harapos) de apellidos posiblemente más comunes  y corrientes que la suela gastada en el  zapato del sempiterno viandante.

No hay, no hubo (ya lo dijimos pero insistimos que esperamos en Dios que no las haya nunca) aristocracias. Y si se habla de un tiempo mejor, se hace atado al privilegio que otorgó la prebenda del gamonal o la conchupancia, directa o indirecta, con el grupo en el poder, quienes, cada quien a su turno, dilapidaron (y aún dilapidan) la riqueza de la República, creación política que, por cierto, termina casi siempre yaciendo exánime en el suelo de la ignominia, con los ojos vacíos y sin vida, siendo lo más deleznable: “en nombre del bien común”.

De modo que para aquellos compatriotas o para quienes alguna vez se allegaron a estas tierras venezolanas y echaron raíces en el pasado como Jean Fleury o John Boulton, el uno aventurero y contrabandista francés, el otro capitán de un barco dedicado a los mismos fines, cuyos descendientes “convenientemente” se fueron columpiando de “oligarquía en oligarquía” y de “gamonal en gamonal” para luego hacerlo de “Presidente en Presidente”, hasta que “no hubo más de dónde agarrarse o terminaron pelando el gajo”, me permito recordarles que todos, absolutamente todos, los más “prístinamente blancos europeos” y los que menos, tenemos un obrero, un aventurero o un campesino; una madre abandonada y sola; un negro esclavo; un pata en el suelo; una india y su indio encomendado; un portugués o un italiano o un español en la mayor pobreza, con sus maletas diestramente amarradas con cabuyas, mirando perplejos la magnificencia del Ávila por primera vez; un judío o un árabe, ya sin lágrimas para llorar, con una moneda en el único bolsillo sano de su raído paltó, jugando distraídamente con el ala del sombrero, mientras soñaba vencer las olas del puerto de La Guaira; un pescador sin camisa, con “viejo calzón de playa” de color indefinible; una madre pegada a un fogón o una máquina de coser o ambos, rindiendo como pudiera los pocos centavos disponibles, mientras el marido hubiese de languidecer preso en alguna ergástula, cumpliendo, sin sentencia, una pena sin término, por el único delito de consagrarse a la lucha por un mundo mejor; todos, absolutamente todos, tenemos esos “ancestros” y fueron ellos los que construyeron nuestros pasados y los “pasados ilustres” quienes así los hubiesen logrado.

No hay palacio o castillo que no tenga en nuestra tierra su doblez o su historia de auge y caída, atada a un General, un Presidente o un partido. No pareciera existir en nuestra Patria una riqueza familiar que pueda exhibirse impoluta, sin una “conexión oportuna” o un “soborno conveniente”, padrinazgo poderoso mediante. Toda nuestra impronta histórica es plétora de esas ocurrencias, mismas que, paradoja, son descubiertas cuando una vez “caído el árbol”  los “nuevos leñadores” (especialmente los aspirantes a “nuevos oligarcas”), intentan trocarlo en útil leña. Probablemente hoy ocurra algo ligeramente diferente; sin haberse desplomado aun “el árbol”, siendo tan vulgar la apropiación pública indebida, la dentina a podredumbre es tan grande que obliga a los propios conchupantes de su “savia nutritiva” a montar el sainete de la “acusación y la persecución de sus propios culpables” utilizando como fondo el  “rojo telón” de la “moral socialista revolucionaria”.

La pobreza nos precede y hoy, para todos, con la única excepción de los “conchupantes rojos” y  sus socios de oportunidad (como pareciera inmanente a nuestro metabolismo histórico, político y social) nos vemos sujetos al terror que infunde el fantasma de la miseria. Decía el General Perú de la Croix en alguna parte de la carta que a veces suele escribir todo aquel que decide optar a la muerte por propia mano, “me suicido para escapar de la peor de las tiranías: la pobreza”. Sin embargo, quienes en la pobreza nos precedieron, como ancestros, aguantaron con hidalguía los avatares de aquella tiranía y la vencieron con el tiempo o, al menos, le sobrevivieron para beneplácito de todos nosotros. Prudencia, resistencia y buen juicio demandan estos tiempos, así como humildad para reconocer quienes somos y de dónde venimos. Recordemos a ese grande poeta español Antonio Machado: “Caminante no hay camino: se hace camino al andar…”





4 de febrero de 2018

EL DECENIO MILITAR

El 24 de noviembre de 1948 fue derrocado (acaso uno de los únicos derrocamientos reales, en términos de la Teoría Política, de la historia contemporánea de Venezuela), el primer Presidente Constitucional de la República de Venezuela, electo en comicios libres, universales, secretos y directos en nuestra historia patria, hasta ese momento.Los mismos militares de la Unión Militar Patriótica que lo habían llevado al poder en 1945, dieron al traste con el gobierno del partido Acción Democrática. Las argumentaciones fueron muchas, pero las más influyentes, fueron, sin duda, la intencionalidad manifiesta del "partido del pueblo" y su más connotado dirigente, Rómulo Betancourt Bello, de cooptar todos los espacios de poder por vía, en unos casos, del repartimiento de prebendas y, por el otro, mediante el uso de una abierta violencia política ejercida contra su oposición partidaria.

Los militares, además, advertían que mediante ese otorgamiento de prebendas, se perseguía dividir a las Fuerzas Armadas, unión para ellos sagrada y obtenida como legado desde la fundación del Ejército Nacional por parte de los Generales Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, acentuada luego de su modernización por los Generales Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita.

Tampoco puede negarse que los adecos habrían "pisado" muchos callos sensibles, juanetes sociales y económicos de mucho tiempo, cuyos intereses habrían terminado coludiéndose con aquellos de la nueva burguesía emergente que el petróleo había logrado hacer florecer. También habría que añadir la afectación que, desde el gobierno del General Medina, los gobiernos sucesivos venezolanos habrían hecho de los intereses del poderoso estamento petrolero económico mundial, rey y señor en estas tierras, gracias a la colusión de sus intereses con aquellos de algunos funcionarios nacionales, así como de grandes terratenientes "venezolanos" más amigos de su propio "billete" que de los intereses de esta tierra, causa común en Venezuela desde los tiempos fundacionales de la República.

Los oficiales de las Fuerzas Armadas, especialmente los miembros de la Unión Militar Patriótica, podían ser ubicados en cuatro grupos perfectamente definidos. Los llamados "académicos", nucleándose en ellos los oficiales que, formados en su mayoría en el exterior o, no necesariamente, pero ocupantes  sin embargo de los primeros lugares de sus respectivas promociones, estuviesen imbuidos de la necesidad imperiosa de modernizar a las Fuerzas Armadas de Venezuela, luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, encarando el mundo de postguerra un conjunto de nuevos retos geo-continentales, que impondrían la existencia de un "nuevo oficial militar" mejor entrenado y formado, encuadrado dentro de instituciones militares cuyos contenidos curriculares propendieran a esos nuevos desafíos. Un segundo grupo, "los mesiánicos", que tendría la firme convicción acerca del papel del futuro liderazgo de las Fuerzas Armadas en la conducción de la Patria hacia la prosperidad, hipótesis que se reafirmaba con el desastre e indisciplina demostrada por "los políticos de oficio" en la conducción del país en apenas tres años. Un tercer grupo, acaso el más numeroso, que aspiraba solo a la mejora económica y social de sus vidas, no sintiéndose parte de una burguesía cuya actividad económica y profesional, parecía proveerles de un nivel de vida que el oficial no veía por ninguna parte, en el ejercicio de una carrera que exigía sacrificios más allá de toda resistencia convencional, sin recibir ninguna recompensa a cambio. Y, finalmente, como en toda corporación humana, "los aventureros" que aspiraban a una parte del botín o a la venganza por viejas rencillas o ambas "recompensas morales", más aún propias de instituciones donde el ejercicio del abuso y la arbitrariedad se disfrazan de "legitimidad jurídica e institucional".

Los jefes de la UMP tenían oficiales de esos cuatro grupos.Marcos Pérez Jiménez y Luis Felipe Llovera Páez entre los académicos; Mario Ricardo Vargas, entre los institucionales además de "demócratas soñadores"; su hermano Julio César, entre los "militares institucionales modernizadores"; Miguel Nucete Paoli en una combinación entre institucionales y aquellos que aspiraban a mejoras sociales y económicas para todos. Enrique Rincón Calcaño y Celestino Velasco, entre los modernizadores recibiendo mejoras sustanciales, además de acabar con "el troperismo y la arbitrariedad del pasado". Y otros, como Oscar Mendoza, conocido como "El Mono" o por ejemplo Roberto Casanova, avilantados de carácter por naturaleza, quienes pretendieran acabar con la presencia del "jefe bruto e inmoral", en una suerte de arranque vindicativo.

A todos estos Jefes, habría que unir una clase especial de oficiales, formados unos en el exterior y otros en el país, mediante cursos de mejoramiento profesional y dotados de una especial inteligencia, dedicación y disciplina de trabajo. Algunos de aquellos oficiales, del Ejército, la Marina de Guerra y la Aviación, fueron Remigio Elías Pérez, Ramón Rivero Núnez, Rafael Alfonso Ravard, Raúl Castro Gómez y Víctor Maldonado Michelena. Brillantes oficiales de nuestras Fuerzas Armadas que hicieron parte de una suerte de tecnocracia militar, cuya actividad profesional en el tiempo, hizo cristalizar importantes proyectos de toda índole en Venezuela, algunos de los cuales se mantienen aún en pie.

Con la muerte del Teniente Coronel Carlos Delgado Chalbaud y el advenimiento de la llamada Junta de Gobierno, que tras el fallecimiento violento del Comandante Delgado, colocase en el poder al llamado "101" (la parla popular bautizó de ese modo a la Junta que integrasen el Teniente Coronel Marcos Pérez Jiménez, el Dr. Germán Suárez Flamerich y el Teniente Coronel Luis Felipe LLovera Páez, pudiéndose apreciar claramente la posición "0" en ese guarismo de poder), comenzaron los acólitos del Comandante Pérez Jiménez a hacer sus "movimientos" para dejarlo como "cabeza de león". Es así como gracias a las "maniobras jurídicas" urdidas por el Doctor Laureano Vallenilla Planchart, el Coronel Pérez Jiménez termina haciéndose del poder "por vía constitucional" de conformidad con lo dispuesto en la Constitución aprobada por Asamblea Constituyente de 1953, texto constitucional que, por cierto, al menos con arreglo a parte de su articulado, se terminase eligiendo a Rómulo Betancourt Bello como Presidente Constitucional de la República en 1958, luego de la huida de MPJ. Pero ese no es el tema que nos ocupa. Sigamos con el decenio militar.

Pérez Jiménez no hace un gobierno totalmente nuevo. Se contrae a cumplir con el plan de gobierno que la Junta Revolucionaria y el gobierno de Gallegos, se planteasen entre 1945 y 1948. El gobierno de MPJ lo que pudo hacer de manera terminante y concreta, fue eliminar el debate político, la pugna interpartidaria, la diatriba sindical y el avilantamiento cotidiano que la "diferencia de opiniones" y, sobre todo, "de intereses" imponen cotidianamente a toda organización humana. Dotado de un concepto formal y tangible el "Nuevo Ideal Nacional" entubó a toda una sociedad por esa creación primero discursiva y luego material. Dotado además de un ingente ingreso petrolero, más que ingente para un país poco poblado, redujo a sus enemigos a la cárcel, las ergástulas o la muerte, y a quien estuviera con ellos, a una prosperidad incontestable. De tal manera que para 1956, luego de ocho años de gobierno de las Fuerzas Armadas, el país goza de una prosperidad más que evidente, de la que Caracas, la capital de esta nueva Venezuela petrolera bajo el "Nuevo Ideal Nacional", representa su rutilante vitrina. 

Pérez Jiménez cree firmemente en la tecnocracia, en la formación académica, la disciplina y el trabajo duro. Nace en el seno de una familia humilde y trabajadora, de lo mejor del gentilicio venezolano: el andino. Sabe de la disciplina y el trabajo duro, y tiene la convicción de que solo con buena instrucción y lo mejor de los adelantos científicos, el progreso es alcanzable en el corto plazo. Se rodea de lo más brillante de la tecnocracia civil venezolana y Llovera Páez, un gran planificador nantural, sin otra formación que su propia disciplina militar, organiza la Oficina de Estudios y Proyectos Especiales de la Presidencia de la República, dónde esa "tecnocracia militar" hace vida con lo mejor de la "tecnocracia civil", materializando el viejo proyecto de la siderúrgica, los diques y astilleros nacionales, las fábricas de piezas y partes militares, así como otras muchas realizaciones más. La disciplina, la obediencia y la subordinación, los principios rectores de la institución armada, se proyectan como valores fundamentales de la sociedad; la elegancia, la corrección y las buenas maneras, tanto en el vestir como en el hablar y conducirse, se convierten en cartas de presentación hasta del más humilde de los venezolanos. José Ignacio Cabrujas llega a decir de los venezolanos de ese tiempo que "todos eran perez jimenistas sin saberlo".

Pero el poder es el poder y siempre corrompe; y lo hace absolutamente, cuando se ejerce de manera absoluta. La vieja enfermedad nacional que nos acompaña desde los tiempos fundacionales de nuestra República, cuyos rasgos esenciales son la concusión y el cohecho, junto a la prevaricación de lo público, vicio derivado del tráfico de influencias, termina por oradar las bases de aquel "Nuevo Ideal Nacional". Primero son las inobservancias de los consejos de los tecnócratas, que se manifiestan en obras gigantes e inoficiosas. Luego vienen los impagos o la "tramitación a dedo" de los contratos. Más tarde, irrumpen las sinvergüenzuras, los excesos, las motonetas y las mujeres voluptuosas, corriendo en cueros por soleadas y solitarias playas militares, a ritmo de mambo y danzón.  Las torturas excesivas; las ergástulas distantes; los sótanos hediondos a heces, humedad, sangre y kerosén. Y, finalmente, la persecución a oficiales de las Fuerzas Armadas, mediante el uso de espalderos y asesinos a sueldo, crápulas al servicio de policías políticas y de sus de jefes, actuantes estos últimos al mejor estilo de mafiosos caribeños. Como "guinda de pastel"  le sobreviene una crisis económica que hace eclosión en 1957. El resto de la historia, es de todos conocida...

Ciertamente el gobierno de las Fuerzas Armadas eliminó la diatriba, la pérdida de tiempo y la flojera. Instituyó la disciplina, la obediencia y la subordinación a la autoridad, como principios cardinales de toda la sociedad. Utilizó el ingreso petrolero con efectiva eficacia y acabó con la sombra del delito común como forma de subsistencia, mediante el establecimiento de organismos también eficaces y eficientes de investigación y mantenimiento de la seguridad pública. Los buenos modales, el buen vestir, la pulcritud y la elegancia, condicionaron el actuar de la población que, al través de algún medio, pudo allegarse a ellas. Pero no resolvió el problema de la pobreza, de esa eterna pobreza material, intelectual, cultural y social que nos ha acompañado como un lastre desde nuestros tiempos primigenios como nación; esa carencia integral que permite siempre el discurso político de la reivindicación, así como, por consecuencia, la necesidad imperiosa de recurrir a la violencia para obtener "lo que la burguesía me ha negado"

Es esa pobreza endémica la que sirve de caldo de cultivo a la aparición de líderes carismáticos dominadores quienes, tras el discurso de un futuro verdaderamente promisor, signado además por el reparto justo de la riqueza nacional, terminan haciéndose del poder político, para finalmente hacerlo peor que sus antecesores (quienes ya lo habrían hecho deficientemente, motorizando en consecuencia su aparición), implantando con mayor intensidad los mismos vicios nacionales. Un pueblo, no un Jefe; seres humanos de voluntad colectiva. No una Gaceta Hípica, más bien un libro; no un gendarme vengador, en su lugar, una conciencia nacional clara, tras un proyecto nacional diáfano, definido y bien objetivo. Pero esos atributos no se venden en botica; desgraciadamente se aprenden a punta de sangre, sudor y lágrimas. Allá nos esperan. Tras ellos hay que emprender de nuevo su búsqueda...