Los venezolanos siempre hemos sido de origen humilde, en el tracto temporal
de un “siempre” que podríamos hacer
comenzar (por aquello de las “periodizaciones
ineluctables”) desde el inicio de nuestra historia republicana, esto es, de
la República de Venezuela, en el año del Señor de 1830. Ese afán por
remontarnos a glorias familiares pasadas, donde la riqueza y el poder orlaron a
nuestros antepasados, son la mayoría de las veces “cuentos de camino” o exageraciones propias de quienes se amarran
obsesivamente a la existencia pasada de “tiempos
mejores”, acaso vanos espejismos, fruto más de una narrativa familiar
amarrada al realismo mágico propio de nuestro gentilicio, que una “historia familiar” comprobable
empíricamente.
Y sí, ciertamente, aunque algunas de nuestras familias venezolanas hayan
tenido en su impronta ricos terratenientes, importantes generales o almirantes,
tribunos de impecable palabra, juristas, médicos o emprendedores de brillante
trayectoria, es prueba irrefragable de su origen un campo vetusto, la espléndida
llanura criolla, la huerta andina o, tal vez, la pensión (casa de vecindad), la
humilde morada y el plato breve al momento del condumio, en especial en tiempos
de libros y trasnochos.
Si se hizo parte o se hace parte de alguna “oligarquía histórica” (reitero una vez más en el sentido
aristotélico del concepto), nacida como todas las nuestras al abrigo de un
gamonal, su mesnada o un partido y su líder, todas pasan o desaparecen
inexorablemente cuando el sistema político que les da origen, trasciende su
umbral de inestabilidad, dando nacimiento a un nuevo líder, un nuevo grupo y un
nuevo sistema.
En Venezuela (y damos gracias a la Providencia), las oligarquías no son
históricas y tampoco devienen en aristocracias. Hablar de “apellidotes” como lo hacía el Presidente Hugo Chávez cada vez que
le pegaban las “ventoleras del
resentimiento” es, lo menos, absurdo. Ninguno de esos apellidos sobrevive
hoy día. Acaso lo hagan provistos del camuflaje que les proporciona algún
patronímico tan sencillo como “Pérez o
Rodríguez o Gonzálezo o Silva”, obligando a quien, amarrado a la estupidez
social de un tiempo ido, insiste en hacerlo “sonar”
por propia satisfacción. “Pérez Rendiles”,
“Noguera Pietri”, “González Boulton”, “Silva Sucre” son algunas de esas
combinaciones que parecen vestir aquellos otrora sonoros apellidos de su
tiempo, con los sencillos ropajes (en ocasiones harapos) de apellidos posiblemente
más comunes y corrientes que la suela
gastada en el zapato del sempiterno
viandante.
No hay, no hubo (ya lo dijimos pero insistimos que esperamos en Dios que no
las haya nunca) aristocracias. Y si se habla de un tiempo mejor, se hace atado
al privilegio que otorgó la prebenda del gamonal o la conchupancia, directa o
indirecta, con el grupo en el poder, quienes, cada quien a su turno, dilapidaron
(y aún dilapidan) la riqueza de la República, creación política que, por cierto,
termina casi siempre yaciendo exánime en el suelo de la ignominia, con los ojos
vacíos y sin vida, siendo lo más deleznable: “en nombre del bien común”.
De modo que para aquellos compatriotas o para quienes alguna vez se
allegaron a estas tierras venezolanas y echaron raíces en el pasado como Jean
Fleury o John Boulton, el uno aventurero y contrabandista francés, el otro capitán
de un barco dedicado a los mismos fines, cuyos descendientes “convenientemente” se fueron columpiando
de “oligarquía en oligarquía” y de “gamonal en gamonal” para luego hacerlo
de “Presidente en Presidente”, hasta
que “no hubo más de dónde agarrarse o
terminaron pelando el gajo”, me permito recordarles que todos, absolutamente
todos, los más “prístinamente blancos
europeos” y los que menos, tenemos un obrero, un aventurero o un campesino;
una madre abandonada y sola; un negro esclavo; un pata en el suelo; una india y
su indio encomendado; un portugués o un italiano o un español en la mayor pobreza,
con sus maletas diestramente amarradas con cabuyas, mirando perplejos la magnificencia del Ávila por primera vez; un judío o un árabe, ya sin lágrimas para llorar, con
una moneda en el único bolsillo sano de su raído paltó, jugando distraídamente
con el ala del sombrero, mientras soñaba vencer las olas del puerto de La
Guaira; un pescador sin camisa, con “viejo
calzón de playa” de color indefinible; una madre pegada a un fogón o una
máquina de coser o ambos, rindiendo como pudiera los pocos centavos
disponibles, mientras el marido hubiese de languidecer preso en alguna ergástula, cumpliendo, sin sentencia, una pena sin término, por el único delito de consagrarse a la lucha por un mundo mejor; todos, absolutamente todos, tenemos esos “ancestros” y fueron ellos los que construyeron nuestros pasados y
los “pasados ilustres” quienes así
los hubiesen logrado.
No hay palacio o castillo que no tenga en nuestra tierra su doblez o su
historia de auge y caída, atada a un General, un Presidente o un partido. No
pareciera existir en nuestra Patria una riqueza familiar que pueda exhibirse
impoluta, sin una “conexión oportuna”
o un “soborno conveniente”, padrinazgo
poderoso mediante. Toda nuestra impronta histórica es plétora de esas
ocurrencias, mismas que, paradoja, son descubiertas cuando una vez “caído el árbol” los “nuevos
leñadores” (especialmente los aspirantes a “nuevos oligarcas”), intentan trocarlo en útil leña. Probablemente
hoy ocurra algo ligeramente diferente; sin haberse desplomado aun “el árbol”, siendo tan vulgar la
apropiación pública indebida, la dentina a podredumbre es tan grande que obliga
a los propios conchupantes de su “savia
nutritiva” a montar el sainete de la “acusación
y la persecución de sus propios culpables” utilizando como fondo el “rojo
telón” de la “moral socialista
revolucionaria”.
La pobreza nos precede y hoy, para todos, con la única excepción de los “conchupantes rojos” y sus socios de oportunidad (como pareciera
inmanente a nuestro metabolismo histórico, político y social) nos vemos sujetos
al terror que infunde el fantasma de la miseria. Decía el General Perú de la
Croix en alguna parte de la carta que a veces suele escribir todo aquel que decide
optar a la muerte por propia mano, “me
suicido para escapar de la peor de las tiranías: la pobreza”. Sin embargo,
quienes en la pobreza nos precedieron, como ancestros, aguantaron con hidalguía
los avatares de aquella tiranía y la vencieron con el tiempo o, al menos, le
sobrevivieron para beneplácito de todos nosotros. Prudencia, resistencia y buen
juicio demandan estos tiempos, así como humildad para reconocer quienes somos y
de dónde venimos. Recordemos a ese grande poeta español Antonio Machado: “Caminante no hay camino: se hace camino al
andar…”