Rómulo Betancourt Bello es, con
mucho, el político más completo de la historia contemporánea de Venezuela, al
menos durante el tracto temporal que discurre entre los años 1928 y 1981.
Dirigente estudiantil, fundador de cuatro organizaciones políticas nacionales
(ARDI, ORVE, PDN y AD), además de una fuera del país (Partido Comunista de
Costa Rica); Jefe de Estado en dos oportunidades y estadista de singular figuración
en la América hispana socialdemócrata que se construye luego de la Segunda
Guerra mundial, Betancourt llena más de un capítulo en la historia política
venezolana. Es también uno de los siete líderes carismáticos que comparten,
según nuestro punto de vista científico político, la responsabilidad de haber
guiado a esta patria nuestra en los últimos 200 años. Muchos caminos temáticos
surcan su discurso político, pero toda su intencionalidad discursiva, sea
escrita u oral, es transversalmente cruzada por dos materias esenciales: el tema petrolero y el asunto del peculado.
Este artículo se concentrará en el tema del delito contra la cosa pública, esto
es, el siempre “muy mentado” peculado.
Para Betancourt es preocupación constante
notar y hacer notar esta deleznable práctica nacional, que pareciese extenderse
a lo largo de toda nuestra historia
.
En aquella en la que tócale en suerte vivir, se concentra con particular
atención en el señalamiento de la apropiación, administración amañada e ilegal,
además del uso indebido de los bienes públicos. Betancourt pasa por tres etapas
en esta tarea, a saber, la etapa en que acusa; aquella en la que, ya en
funciones de Estado, promete acabar con el peculado; y una tercera donde
muestra, también a través del discurso político, el reconocimiento de la
imposibilidad de su erradicación de la función pública, denotando en actos de
habla algunas veces de naturaleza ilocucionaria y en otras resueltamente
perlocucionaria, cierta frustración ante esa imposibilidad.
Comenzamos en 1931 cuando en uno
de los planteamientos del Plan de
Barranquilla, señala la necesidad de crear “…un Tribunal de Salud Pública…” en el que se conozcan las causas y
sancionen los delitos contra el despotismo, uno de ellos el latrocinio contra
la propiedad pública. Insiste en la confiscación de la totalidad de “…los bienes de Gómez…” al suponer la
naturaleza fraudulenta de su consecución, especialmente las tierras y concesiones
petroleras, bienes que significa han sido “…vilmente
hurtados…” a Venezuela, mediante la exacción que les permitió a los “gomeros” la detentación absoluta y
cuasi feudal del poder político. Pero hasta ese momento no pasa de ser más que
mera manifestación discursiva, sin otra audiencia que sus compañeros de vida
política y algunos pocos que lograsen leer el contenido del Plan de Barranquilla. Betancourt
entonces apenas frisaba la edad de 23 años.
Diez años más tarde, en el mitin
fundacional de la cuarta organización política nacional que ve la luz bajo su
conducción (
Acción Democrática, el
partido del pueblo), dice allí Betancourt:
“Es necesario que se aplique el termocauterio de la sanción sobre esa
verdadera lepra de la administración pública, que es el peculado”. Más
adelante añade:
“Y por último, que se
cumpla efectivamente la hermosa promesa , escuchada por este pueblo con
profunda emoción, hecha en memorable oportunidad por el actual Jefe del Estado,
de ser inflexible con quienes despilfarren dineros públicos, o se apropien de
ellos indebidamente.
Como cierre de este conjunto de actos habla, Betancourt afirma que
“saneada debidamente la administración
pública” puede entonces asumirse plenamente la tarea de
“acelerar” el progreso nacional.
Con una figura gráficamente
descriptiva, expresada en el acto de habla ilocucionario que describe la aplicación
del “termocauterio sobre esa verdadera
lepra que es el peculado”, de una singular significación para quien lo
escuchara en ese tiempo, donde la lepra fuese enfermedad común, así como la
cauterización terapia de uso continuo a toda clase de dolencia, especialmente
en aquellas de naturaleza cutánea, el efecto sobre el auditorio debió haber
sido impactante. La devastación que produce la lepra en la piel; la aplicación
curativa del termocauterio, que quema pero elimina la penosa lesión, deja la
sensación de la naturaleza devastadora del peculado y la clase de remedio que
requiere. En los siguientes, se denota una postura que no solo es privativa en Betancourt;
el General Isaías Medina Angarita, jefe de Estado para entonces, también lo ha
prometido: “…ser inflexibles para
aquellos que despilfarren o se apropien de los dineros públicos…”.
La sacralidad de los fondos
públicos y la indispensable protección de su integridad, es parte sustantiva de
la función pública, especialmente para los hombres que se precian de ponderar la honestidad como
valor patrio. Y para Betancourt es una condición que distingue de los “gamonales decimonónicos”, a los “hombres civiles”, especialmente a aquellos
que hacen causa común en la “civilidad
democrática”. De hecho, la honestidad en el manejo de los dineros propiedad
de la nación, es un “valor cívico”,
entendiendo lo “cívico” como aquello
que se deriva de la “ciudad”, vista
esta última (en su sentido clásico) como numen de la “civilización”. Solo los demócratas son “civilizados” y en consecuencia deben estar dotados de “valores cívicos”. Por estas razones,
solo los demócratas merecen el tratamiento de “ciudadanos”. En tal sentido “los
hombres de Acción Democrática deben ser ciudadanos honestos”. Tan importante
es el saneamiento de este mal en la administración pública, que curada
finalmente de tan terrible enfermedad, podrá emplearse a fondo en la “aceleración del progreso” del país.
El 19 de octubre de 1945, a las
ocho de la noche, Rómulo Betancourt Bello es Presidente de la Junta
Revolucionaria de gobierno, posición que resultase como consecuencia de la
victoria de la rebelión militar que se iniciase el día anterior. Nombrado por
los militares jóvenes de la Unión Militar Patriótica (quienes meses antes le han
hecho el ofrecimiento si dado el alzamiento, resultase exitoso) Betancourt está
ahora a la cabeza del país. Amenaza, distribuye culpas y sentencia por
adelantado. Dice en su primer mensaje a la nación:
“Este
gobierno constituido hoy hará enjuiciar ante los Tribunales, como reos de
peculado, a los personeros más destacados de las administraciones padecidas por
la República desde fines del pasado siglo. Están presos, y deberán comparecer
ante los Tribunales para explicar el origen de sus fortunas, la mayor parte de
esos reos contra la cosa pública. El General López Contreras y el General
Medina Angarita se encuentran entre los detenidos. (…) Severo, implacablemente
severo será el Gobierno Provisional contra todos los incursos en el delito de
enriquecimiento ilícito, al amparo del Poder.”
Betancourt, en un acto de habla
de contundente fuerza ilocucionaria, amenaza a los “personeros más destacados” de las administraciones “padecidas” por la República desde “fines del siglo pasado”, haciéndolos
enjuiciar como “reos de peculado”; es aún más contundente al afirmar, cuasi
perlocucionariamente, que “están presos”
debiendo comparecer ante la justicia para “explicar
el origen de sus fortunas”, no dejando de manifestar expresamente que dos
de los “más connotados reos de delito de
peculado”, ya están detenidos: los Generales Eleazar López Contreras e
Isaías Medina Angarita. Según Betancourt, no hay lugar a dudas respecto de esa “culpabilidad”.
Cierra con manifiesta resolución,
a más de sentenciosa, expresando en un contundente conjunto de actos de habla la
intensidad de las penas que se aplicarán en contra de aquellos que se hayan
lucrado mediante el manejo doloso de los fondos públicos: “Severo, implacablemente severo será el Gobierno Provisional contra
todos los incursos en el delito de enriquecimiento ilícito, al amparo del
Poder.”
Se crea en consecuencia el Tribunal de Responsabilidad Civil y
Administrativa, encargándose a esta instancia la averiguación, la
instrucción de los expedientes y la administración de justicia sobre aquellos
quienes resultasen incursos en la comisión del delito de peculado. La gestión
del tribunal termina siendo un fiasco, llegando a decir el mismo Betancourt,
años más tarde, que la distribución de las penas se hizo en atención más a la
venganza personal, que a la identificación y determinación en justicia de los
verdaderos culpables.
Pero volviendo a 1945, el 30 de
octubre de ese mismo año, en discurso que realiza para justificar la acción
militar que han bautizado como Revolución de Octubre, el Presidente insiste:
“El régimen, imbuido de orgullo demoníaco y
resuelto a mantener a todo trance la situación que le permitía a sus más
destacados personeros enriquecerse ilícitamente y traficar con el patrimonio
colectivo, desoyó ese llamado de la opinión democrática.”
Insiste Betancourt en hacerse
único portavoz de la “opinión
democrática”, atribuyéndole además al gobierno un “orgullo demoníaco” que lo convirtió en sordo ante esa opinión,
siendo adicionalmente de su indudable interés, “mantener a todo trance” la situación que le permitiese la
continuación ad infinitum del
peculado, representado gráficamente este último en las acciones de “enriquecerse ilícitamente y traficar con el
patrimonio colectivo”. Una vez más, para el dirigente político, trocado en
ese instante en Presidente de la Juta Revolucionaria de gobierno, “la culpa está en el otro” y ese “otro” es de incuestionable origen
oficial, donde lo “oficial” lo
representa con exclusividad el gobierno. El venezolano común no es más que una
víctima de esa “oligarquía oprobiosa”.
El 20 de enero de 1947, el señor
Presidente Betancourt se dirige a la recién electa Asamblea Nacional
Constituyente, para rendir el mensaje anual del gobierno en funciones. En la
parte de su mensaje relativa a la lucha contra el peculado, recuerda:
“Prometimos solemnemente al país erradicar
de Venezuela los vicios del peculado, del enriquecimiento ilícito al amparo del
Poder, de la dudosa confusión entre el patrimonio colectivo y los bienes
propios.” Este conjunto de actos de habla se
mantiene en el ámbito de
“la promesa”,
esa etapa inicial del discurso político de Betancourt respecto del tema del
manejo doloso de los bienes públicos, que trae desde 1931. Y es menester acotar
que lo hace en medio de una creciente ola de acusaciones que se levanta contra
el gobierno revolucionario, al hacerlo partícipe directo de numerosos hechos de
concusión y de cohecho. Y continúa Betancourt en su discurso arrequintándole la
culpa al pasado:
“Con
señeras y contadas excepciones, la historia de todos los Gobiernos de la
República era la del saqueo de las arcas fiscales, y la de la proliferación de
negociados indecorosos efectuados por funcionarios públicos, prevalidos de su
posición influyente. Habíase perdido, en ese vórtice de la concupiscencia
administrativa, toda la noción de que servir con austero desinterés material a
la República es la mejor ejecutoria que puede exhibir un gobernante para
afrontar el veredicto de la historia.”
“El veredicto de la historia”; “…ese vórtice de la concupiscencia
administrativa…”; “…la historia de todos los Gobiernos de la República era la
del saqueo de las arcas fiscales
”;
“…la proliferación de negociados indecorosos efectuados por funcionarios públicos…”
todos actos o conjuntos de actos de habla que definen el peculado, lo colocan
en el pasado y convierten a la historia
“en
tribunal” que emite veredictos de culpabilidad o inocencia según haya sido
el comportamiento funcionarial respecto del manejo de los fondos públicos. Y a
pesar de la marea de acusaciones que crece contra el gobierno revolucionario,
según Betancourt
“el sagrado deber se ha
cumplido” y se ha procedido contra los verdaderos culpables:
los otros. En tal sentido hace saber:
“Nosotros hemos tenido la fortuna de poder
cumplir lo prometido. El Tribunal de Responsabilidad Civil y Administrativa
actuando bajo su sola norma de conciencia y sin apremio alguno de la Junta,
dictó sentencias, absolutorias o condenatorias, para un grupo de ciudadanos,
que en una forma u otra habían intervenido en las últimas décadas, en la
Administración Pública.”
El Tribunal
“actuando bajo su sola
norma de conciencia y sin apremio alguno de la Junta” investigó y
sentenció; ambos actos de habla ilocucionarios libran de responsabilidad a la
Junta y concentran en los miembros del organismo de justicia, las consecuencias
que pudiesen haberse derivado de la aplicación
“del termocauterio de la sanción”. Años más tarde, Betancourt no
solo rehuirá su responsabilidad sobre el fiasco de tal entidad tribunalicia,
sino que culpará expresamente a Pérez Jiménez, a la sazón miembro del Alto
Mando Militar, consocio muy principal de la Junta, de influir directamente en
el ánimo de sus miembros, para lograr sanciones sobre sus enemigos,
especialmente mediante la imposición de penas de naturaleza pecuniaria.
Un año después, el 12 de
febrero de 1948, llegando a su fin el gobierno “revolucionario” trienal y en discurso ahora ante el Congreso de la
República recién electo, Rómulo
Betancourt ha trascendido las etapas de acusación
y de promesa. En pleno ejercicio
de cierta “mea culpa” hace saber:
“Pero
faltaríamos a la verdad si dijéramos que todos los cuadros de la Administración
Pública ha habido la misma asepsia y la misma pulcritud para manejar los
dineros nacionales. Más de un funcionario subalterno ha desfalcado al Erario,
cometiendo acto delictuoso debidamente comprobado; y pesado sobre otros la
sospecha de que percibían estipendio cohechador de comerciantes nacionales o
extranjeros, habituados a competir en el mercado donde se trafica con las
influencias. Estos hechos han sido posibles a pesar de las normas de
intransigente moralidad trazadas por los altos comandos administrativos y no
obstante la labor previsora desarrollada por la Contralor General de la
Nación.”
La frustración aparece. “…faltaríamos
a la verdad…” este acto de habla implica el reconocimiento de una situación
que se ha convertido en verdad, mediante la campaña de denuncias que se ha
hecho por la prensa y la radio respecto de la “corrupción”, especialmente aquella que habita en la gestión de
muchos funcionarios civiles, identificados además con el partido Acción
Democrática. Pero Betancourt coloca la falta de asepsia en el manejo de los
fondos públicos, en “…más de un
funcionario subalterno…” a quienes se les ha comprobado, debidamente, la
comisión de “actos delictuosos” contra
la cosa pública, librando de esa práctica
a “los altos comandos
administrativos” y señalando como cooperadores inmediatos a “los comerciantes” tanto nacionales como
extranjeros “habituados a competir en el
mercado donde se trafica con las influencias.” Parece aclarar el Presidente,
mediante el uso de esta construcción discursiva, que ni el Primer Mandatario
Nacional, ni los Ministros, han metido la mano en la “camaza pública”; que son culpables “algunos” funcionarios de baja estofa y que si lo son, es por “directa instigación” de “los comerciantes inescrupulosos con origen
nacional o extranjero”, quienes acostumbran a la práctica del cohecho desde
el pasado próximo. La externalización de la culpa, aun cuando se reconozca
parte de ella, sigue siendo denominador común hoy día, cuando se habla de
manejo dudoso de fondos públicos.
Once años más tarde, trascendida
la caída de Rómulo Gallegos en 1948, la larga permanencia militar durante dos
lustros y huido Pérez Jiménez en 1958, el 13 de febrero de 1959, Rómulo
Betancourt Bello toma posesión como Presidente Constitucional de la República,
con ocasión de la segunda realización,
en nuestra historia política republicana, de comicios universales, directos y
secretos. En su discurso de toma de posesión, vuelve a cursar las etapas de su
discurso político respecto del peculado y dice aquella mañana en el arrebato de
una “promesa”:
“El
nuevorriquismo derrochador desaparecerá de las costumbres oficiales. Lo
ornamental y lo suntuario en las obras públicas será radicalmente eliminado. Y
junto con todo ello, con mano firme, sin temblor en el pulso ni vacilación en
la empresa moralizadora, se castigará sin contemplación los delitos del
peculado, del tráfico de influencias, del porcentaje corruptor, del favoritismo
rentable para quienes lo practican en las colocaciones de comprar por los
organismos oficiales o en el otorgamiento de contratos a empresas
particulares.”
De nuevo se manda “lanza en ristre” contra el pasado
inmediato. “El nuevorriquismo derrochador
desaparecerá de las costumbres oficiales”; Betancourt asegura cuasi
perlocucionario, la eliminación del “nuevorriquismo
derrochador”, prometiendo con ello austeridad en el manejo de los fondos
públicos. Y de nuevo con gestos de incuestionable decisión, hace saber que “con mano firme, sin temblor en el pulso”
emprenderá “la empresa moralizadora”,
castigando sin contemplación todos los delitos asociados al peculado, es decir,
el “corruptor” tráfico de influencias
y su porcentaje de comisión asociado, tanto en las compras como en las contrataciones
del Estado. La promesa estalla de nuevo como granada lanzada sobre el enemigo “corrupto
y corruptor”: allá va de nuevo. Y no duda Betancourt en hablar de
instrumentos concretos para llevar a cabo “la
empresa moralizadora”. Dice entonces en el marco del mismo exordio:
“De
inmediato se pondrá en plena vigencia la Ley contra el Enriquecimiento Ilícito
de Funcionarios Públicos. Será integrado el tribunal especial en ella previsto,
con representantes del Congreso Nacional, de la Corte Federal y de Casación, de
la Presidencia de la República y de los partidos políticos con representación
parlamentaria. Ante ese tribunal podrá cualquier ciudadano denunciar a quien
esté manejando dolosamente los dineros públicos. Y los funcionarios podrán, a
su vez, denunciar a los particulares que les propongan negociaciones
lesionadoras de los intereses del Fisco, porque tan digno de sanción es el
cohechado como quien pretenda cohecharlo.”
Los mismos vientos que soplaron
en el pensamiento político de Betancourt para impulsar el Tribunal de Salud Pública allá en un lejano 1931, en el contexto
del Plan Barraquilla; que lo hicieran
con más fuerza en 1945, con la creación formal del Tribunal de Responsabilidad Civil y Administrativa, parecen haberse hecho brisa huracanada en 1959.
Más perfeccionada aun, ya no se trata de un Tribunal que juzgue los delitos
derivados del peculado así como el mismo peculado tipificado, sino de una Ley
de la República, en cuyo articulado se prevé, reiteramos, la creación formal de
la instancia jurisdiccional respectiva y que, además, tiene una conformación
amplia, que supone la integración de representantes de todas las ramas del
Poder Público Nacional. En adición, no solo contempla la denuncia de oficio
sino aquella que surgiese de la misma población e incluso del funcionariado
público, que se viese afectado por la posible instigación a delinquir contra la
cosa pública.
Transcurrido su período presidencial y en calidad de Primer Mandatario Nacional saliente, el 7 de
marzo de 1964 (un intento de magnicidio, dos rebeliones militares, más un
centenar de complots develados y una guerrilla de inspiración castrocomunista
en plena actividad), el Presidente Betancourt se dirige a la nación, ante el
Congreso de la República y en el marco de la entrega del mando a su legítimo
sucesor, haciendo un amplio
discurso de su balance de gestión. De
nuevo sobreviene “la frustración” al
tocar el tema del peculado. Como es natural en su discurso, en los párrafos que
se inician con el tema, le arrequinta la culpa al pasado inmediato, previo a su
gobierno y allí dice:
“Entre
las malas herencias de la dictadura que recibió el gobierno constitucional
tenía rango especial el de las prácticas del vulgar latrocinio de fondos
fiscales, practicadas por los capitostes del régimen derrocado por Venezuela
entera el 23 de enero de 1958. Decir que en estos cinco años se ha logrado
erradicar en Venezuela el peculado y los subproductos que le acompañan y
complementan, sería una falsedad. Perviven los malolientes signos de la más
indecente forma de robar, que es la
apropiación indebida de los dineros públicos.”
Una vez más, tal cual lo hiciese
en 1947, el Presidente Betancourt insiste en colocar el peso de la culpa por la
comisión del delito de peculado, en el gobierno que lo antecede. Como una “herencia de la dictadura” califica su
existencia y su variopinta delictual derivada. Y tal cual lo hiciese en 1947,
al decir que negar su existencia en el gobierno revolucionario “sería faltar a la verdad”, en un acto
de habla similar, diecisiete años más tarde, hace saber que afirmar que se
hubiese erradicado en estos cinco años el peculado “sería una falsedad”. Con el mismo dejo de frustración, reconoce su
incapacidad para salir de semejante mal.
Pero se libra de la “culpabilidad
directa” cuando afirma enfático que “Nadie
en Venezuela se atreve a decir que el Jefe del Estado , en vísperas de
transferir su mandato a quien habrá de sucederle en Miraflores; ni los
ministros; ni los directores o presidentes de institutos autónomos, han
aumentado su peculio privado en forma ilícita durante estos cinco años.”
Procediendo por la misma vía discursiva de 1947, libra de responsabilidad
directa al “alto comando administrativo”,
sugiriendo que los delitos que denunciara, acusara directamente y prometiera
erradicar “para siempre de la
Administración Pública”, siguen siendo cometidos por funcionarios
subalternos. Exterioriza también en esta oportunidad la culpa, ya no en los
comerciantes cohechadores sino en las ramas del Poder Público con responsabilidad
directa en su prevención y combate. Al respecto acota:
“Los
reos del infamante delito de peculado han recibido de los de los tribunales de
la República el beneficio de muy leves sanciones para sus delitos, y aun han
sido absueltos. Imperativa resulta por ello la necesidad de que el Congreso
Nacional elabore leyes y señale procedimientos que sancionen con las más
severas penas a los ladrones del erario público, cualesquiera que fueran las
artimañas por ellos utilizadas.”
Este párrafo parece contener una
suerte de doble reproche, tanto al Poder Legislativo como al Poder Judicial,
por haber actuado con lenidad frente a tan deleznable delito. El primero por
omisión legislativa y el segundo por negligencia procesal. En todo caso habría
que preguntarle entonces al Presidente Betancourt ¿Qué pasó con la aplicación de
la Ley Contra el Enriquecimiento Ilícito? ¿En dónde quedó el Tribunal de
Cuentas? Pero los Presidentes construyen prosa discursiva y el pueblo
venezolano suele olvidar entre discurso y discurso, pareciendo echar en saco
roto la máxima del historiador británico J.G.A Pocock: “la historia es la historia del discurso”.
En un párrafo conclusivo,
Betancourt vuelve sobre el tema de la “culpa
del anterior” y acota en beneficio de su propia pulcritud administrativa:
“Solo
un gobernante que así puede hablar, ante su país, ante la historia, en activo
repudio a la indecente práctica del peculado, dispuso de fuerza moral
suficiente para conducir las gestiones del régimen que ha presidido hasta
lograr la extradición y el sometimiento a la Corte Suprema de Justicia del ex –
dictador que entró a saco en las arcas de la nación.”
Se refiere el Presidente saliente
a la extradición y sometimiento a juicio de Marcos Pérez Jiménez, proceso que
parece indicar logró llevarse a cabo, gracias a su incuestionable “fuerza moral”, fortaleza nacida de su
incorruptibilidad a toda prueba, característica que deja patente en el último
párrafo destinado a este tema en su discurso:
“Terminado
mi mandato, yo mismo y quienes conmigo han colaborado en los rangos superiores
de la administración pública, estamos en plena capacidad de demostrar, ante
cualquier organismo o entidad, pública o privada, que ni un solo bolívar de los
miles de millones que hemos administrado se nos quedó en las manos, para
beneficio propio.”
En el
mes de agosto de 1977, a trece años de culminado su mandato y con ocasión del lanzamiento de la candidatura del señor
Luis Piñerúa Ordaz a la Presidencia de la República, un Rómulo Betancourt al borde del
retiro definitivo de la vida política nacional, dirige un discurso a la
militancia del partido, en el seno de la Convención Nacional de Acción Democrática. Dice Betancourt allí:
“Pero
a partir de 1958 ha habido un proceso de relajación de la moral pública, y propongo
que se constituya un Jurado escogido por Acción Democrática y por Copei, que
capitalizan el 85% del electorado y por sectores representativos del capital,
del trabajo y de la cultura. Un jurado de personas en cuya honradez y
patriotismo tenga depositada confianza el país. Un jurado que someta a examen
riguroso a los gobiernos habidos entre 1958 y 1977; a los Presidentes de la
República; a los Gobernadores de Estados; a los Diputados y Senadores; a los
Presidentes de Concejos Municipales; a los Gerentes de Institutos Autónomos,
etc. En ese período de veinte años, durante cinco goberné yo, y reclamo que el
examen más exigente de ese Jurado propuesto se aplique al análisis crítico de
ese quinquenio, primero en el ciclo de gobiernos democráticos de elección
popular.”
El afán
forense betancuriano que se manifiesta en la creación de Tribunales, de Jurados, esa preocupación constante por la evaluación de
la gestión que deje al fin sin tacha al inocente y con la asignación de culpabilidad
al ladrón y, al propio tiempo, el reconocimiento indudable de la relajación moral, durante
el período comprendido entre 1958 y 1977, quedan confirmados en el párrafo
precedente. Por vez primera en su discurso político respecto del peculado, en
el tracto temporal que discurre entre 1931 y 1977, esto es, 46 años de vida
política activa, habiendo ocupado además en dos ocasiones la Primera
Magistratura nacional, Betancourt reconoce “la
pérdida moral” en tiempos de la democracia que ayudase a crecer, construir
e implantar en la Venezuela de sus desvelos. Pero lo hace con el mismo dejo de
elusión exculpatoria, mismo que se trasluce en la exigencia de que el Jurado
que se creé, si acaso llegara a hacerse realidad, sea en sus actuaciones
particularmente exigente en el análisis crítico del período que le tocase
presidir. Seguro está de su inocencia y de su honestidad incuestionable.
Rómulo
Betancourt, padre de la democracia representativa venezolana, duélale a quien
le duela, pudo haber sido arbitrario, vengativo, violento, atrabiliario y
mordaz; implacable con sus enemigos; en ocasiones miserable y de desleal doblez
con sus partidarios e incluso amigos, si acaso su destino político estuviese en
peligro, pero lo que no admite duda de ningún tipo es su lucha denodada contra
el peculado y sus actividades derivadas: la
concusión y el cohecho.
Por más de 50
años se enfrentó al delito contra la cosa pública, lo condenó como práctica en
el seno de su propia organización política y lo denunció públicamente cada vez
que se le ofreció la oportunidad, pasando de la “acusación” hacia sus
posibles culpables, a la “promesa” de
su erradicación de la función pública bajo su liderazgo, para terminar en la “frustración” de no poder lograrlo
efectivamente y teniendo que “remendar el
capote” tras una faena mal terminada. Sea propicio culminar este artículo
con un párrafo de ese discurso de 1977, en el que cierra el tema del latrocinio
contra la cosa pública, en una admonición general, que al verla sin
satisfacción aún hoy día, es posible colegir una de las razones de nuestro
fracaso continuado en materia de la construcción de una institucionalidad
responsable y respetada colectivamente, es más, de una auténtica República:
“Los
venezolanos responsables vamos a educar a la gente joven del país para que
repudie y ponga cese a la tolerancia colectiva con los traficantes de los
bienes públicos; para poner cese al espectáculo avergonzador de que hombres
super-millonarios, enriquecidos ilícitamente (…) sean los primeros figurantes
de eventos sociales y de otras índoles. Cuando en Venezuela se pueda decir que
no es cierta la frase de Tomás Lander o de Fermín Toro, a mediados del siglo
pasado: “es la nuestra una sociedad de cómplices”. Cuando en Venezuela el
ladrón de los dineros públicos esté asediado por el desprecio colectivo,
nuestro país se habrá enrumbado por la vía de la grandeza auténtica.”