17 de abril de 2017

Entre “abriles” te veas: 19, 27 y 11…

“Abril” es el cuarto mes del año. Para quienes disfrutan de su fecha onomástica en este período, es un mes de “conmemoración”. Para las naciones que tienen en su haber histórico, fechas fundamentales en “abril”, ya saben de los muchos exordios que se dirán en su contexto. Tan importante sea la fecha para sus coetáneos, tan importante y “provechosamente política” será su oportuna recordación discursiva. En Venezuela hay un “abril” común a todos los venezolanos. Pero hubo muchos más “abriles” y muchas más promesas, exordios, discursos y rememoraciones. Unos quedaron ocultos tras la fronda del pasado, por negligencia supina o el “conveniente entierro” por actores posteriores; otros aún perviven, para unos como “resucitación después de la muerte”; para otros como muestra del fracaso por tozudez; y para unos terceros como victorias que hay que recordar de cotidiano, en  curiosa serie de números primos: “…cada once, tiene su trece…”

El “abril” común a todos los venezolanos, es el 19 de abril, fecha de nuestro “Grito de Independencia” o que volvimos “Grito” con ocasión de las ocurrencias que devinieron ese día, para más señas y casualmente “Jueves Santo”, prolegómeno católico de la “Pasión de Cristo”, lo cual pudiese haber implicado el nacimiento de una “patria propia” bajo el sino, precisamente, de la “pasión”. Y luego de convertirnos en República, selló su suerte al trocarse en “fecha patria”, al ser considerada entonces parte de la génesis de la “nación propia” que se fundase en 1830, merced del movimiento separatista de Colombia, al frente del cual se colocase el General José Antonio Páez. Ese “abril” es de todos, no de una facción, no de un color, no de un partido o una peregrina idea: nos pertenece por igual a todos los venezolanos que tengamos “por pasión” a esta tierra de gracia.

Ahora bien, entre tantos “abriles” existen al menos dos que nacieron de la turbamulta, del atajo, de la propia convicción de quienes creyéndose “vencedores de los tiempos”, prorrumpieron en la realidad confiados de su victoria. Unos se mantuvieron por más de cuatro lustros en el poder, luego de su “jugada maestra”; otros como Cristo y los romanos, tuvieron sus tres días. Unos resucitaron y otros, perplejos, vieron resucitar un nuevo “Mesías” al tercer día. Quince años más tarde, muchos venezolanos cargamos “la cruz” y tenemos “las manos cubiertas de las heridas de los clavos” porque el “Mesías” no fue tal y han quedado una gleba de “centuriones, pretores y lictores” para imponernos un doloroso vía crucis hasta nuestro propio  “Golgota” cotidiano.

Pero regresando al tema, el segundo de esos “abriles”, por cierto hoy condenado al olvido, es el 27 de abril de 1870. Antonio Guzmán Blanco, el tercer líder carismático del tiempo histórico venezolano (desde nuestro punto de vista científico político), había desembarcado en febrero de ese año, por allá en Curamichate. Venía al frente del ejército que se proponía batir a la “oprobiosa oligarquía goda”. Los Monagas, tío y sobrino, y su “detentadote” Guillermo Tell Villegas,  debían poner “pies en polvorosa” porque Guzmán, para no variar en nuestra “épica histórica”, venía más “guapo y apoyao que nunca”. Y, ciertamente, el 27 de abril, se coronó en gloria victoriosa, entrando a la Caracas que siempre le fuese “obsequiosa a regañadientes”. Desde ese entonces aquella turbamulta quedó bautizada bajo ese “primaveral” epónimo: “Revolución de Abril” y sus protagonistas, por consiguiente, como “Héroes de Abril”. Guzmán lo hace rememorar de ahí en adelante y en un par de ocasiones no deja de mencionar su “ínclita trayectoria” como Jefe Militar de la contienda, pero, sobre todo, cita muy de seguido la importancia esencial que para la “Venezuela civilizada” llegase a tener aquella fecha, en los prolegómenos de su “nueva gloria”, continuación inequívoca de la “verdadera gloria de Bolívar”. “Abril, Gloria in excelsis Guzmán Blanco.”

En una de aquellas “ocasiones de rememoración” dice “El héroe de Abril”, ante el Congreso de Representantes Plenipotenciarios de la Unión:

“Ciudadanos Plenipotenciarios de los Estados, reunidos en Congreso: Este es uno de los más grandes días de la causa liberal de Venezuela. Con vuestra instalación en Congreso, los Estados ratifican la revolución a que los pueblos tuvieron que ocurrir contra la postrera usurpación de la oligarquía. Yo me congratulo además, porque, como conductor de los últimos sucesos, veo sellada la parte principal de la grande obra que la mayoría de mis conciudadanos me confiara.”[1]

Como todos “los resultados” de nuestras “causas abrilescas” para Guzmán no queda la más mínima duda que esta “reunión de plenipotenciarios de los Estados”, merced de la victoria de la “Causa de Abril”, es “uno de los más grandes días de la causa liberal” y es ella además de “representativa de los pueblos”, la ratificación de la lucha revolucionaria a la que tuviesen que ocurrir forzosamente “contra la postrera usurpación de la oligarquía”, correspondiendo a él, el máximo héroe de aquel abril, ver “sellada la grande obra que sus conciudadanos le confiaran”. “Pueblos”, “revoluciones”, “oligarquías oprobiosas” y “magnas obras”, voces y locuciones que apelan a la grandeza de un “abril”, en este caso de 1870, ya parte de la noche de los tiempos, olvidado en algún rincón obscuro de nuestra común impronta histórica y solo sujeto de “rememoración” en el estricto ámbito académico.

Seis años más tarde, en 1876, Guzmán reitera, ante la inminencia de la “elección” de un nuevo mandatario “independiente”, merced de la “voluntad de los pueblos”, representados en el Congreso de la Unión, que todo aquel “progreso ciudadano” es un resultado incuestionable de la “bien amada Causa de Abril” porque:

“… sea que la elección resulte hecha por los Estados, sea que tenga el Congreso que perfeccionarla, no abrigo la menor inquietud, porque es seguro que los otros candidatos con sus respectivos círculos, así como los que ahora dejamos el Poder, y los pueblos todos, sostendremos al que resulte legalmente elegido, vitoreando la última y definitiva evolución de la Causa de Abril, porque deja consumada la inmortal Regeneración de la Patria.”[2]
De nuevo la “Causa de Abril”, el respeto a la “elección legítima” y al sostenimiento colectivo de quien resultase electo, porque así se deja “…consumada la Regeneración de la Patria…”. Una promesa que no se cumplirá; la mentada “Regeneración de la Patria”  que no tendrá en lo sucesivo ningún efecto, sobreviniendo otras Revoluciones y otros “abriles”, acaso por causas similares, sentidas como no cumplidas y tema esencial en lo discursivo pero absolutamente contrarias en los resultados fácticos, una vez consumadas las “nuevas creaciones”. Réditos extraños de los eternos “arrestos calurosos de abril”.

El otro “abril” que nos ocupa no es tan pretérito. Apenas han pasado tres lustros de su ocurrencia. Se trata del 11 de abril de 2002. Luego del advenimiento al poder de otra “creación novedosa”, llegada allí por vías institucionales propias de la democracia representativa, que pareciesen haberle servido de caballo de Troya, resulta acaudillada por el último líder carismático (“por ahora”) del tiempo histórico venezolano. Trocada en “turbamulta revolucionaria” (a fuer de discurso agresivo del líder de turno, invectivas, imprecaciones contra los opositores, a más de cursos de acción imprecisos, sumados a padrinazgos ideológicos tropicales, entonados a ritmo de “son cubano”), un nutrido grupo de políticos, militares, banqueros y empresarios, con el apoyo “multitudinario” de una clase media en vías de su “desbarrancamiento natural” en un país donde la estructuración social está atada a la dependencia del chorreo financiero del petróleo y, este último, merced de un sistema político prebendario, se apresta a la tarea de “derrocar” al líder carismático vía manu militari.

Y dicen el 11A (por utilizar una terminología “tres modé”) los militares complotados, en un manifiesto que leen por televisión, por cierto en la primera “cadena nacional privada” de Radio y TV: “Venezolanos, el Presidente de la República ha traicionado la confianza de su pueblo, está masacrando a personas inocentes con francotiradores; para este momento yacen muertos y decenas de heridos en Caracas”. Correspondió la lectura de ese comunicado al V/A Héctor Ramírez Pérez y para el momento de esa acusación al Presidente, no había caído el primer muerto por acción de francotiradores, según informó más tarde el mismo periodista peruano que graba el video en la casa de un conocido fablistán local. Al día siguiente, en ese mismo “abril”, en flamante acto de “toma de posesión”, el igualmente “flamante nuevo Presidente” se auto-juramenta cual monarca y un joven abogado aventurero, hace lectura de un decreto que, siendo sin duda uno de los más grandes adefesios de la historia jurídica contemporánea, disuelve “democráticamente” el Poder Público Nacional (por demás legítimo y legal) ipso facto, mientras observa de soslayo a la concurrencia (que grita, presa de histeria, clamando “libertad”) con miradas ocasionales de siniestro regocijo. Habiendo tenido el decreto de marras, en un principio, muchos “autores de alta factura jurídica”, sobre todo mientras huele a “victoria”, tras la derrota queda en la más completa orfandad, porque también el jurisconsulto de lemúrido rostro cruel que lo lee, le escurre el bulto a la composición de sus extravagantes letras. Acaso se haya debido las impredecibles consecuencias de los  tórridos calores de “abril”

Un nuevo “abril”, una nueva “promesa”, una nueva turbamulta que de haber triunfado, habría convertido en “fecha patria” ese 11 para quienes se hubiesen alzado con “el coroto”, pero que, invariablemente, entró de todos modos en los “fastos patrióticos” de aquellos previstos a ser vencidos, luego de la aparición del “líder resucitado” entre una extraña bruma nocturnal de naturaleza mágica, durante una raramente fría madrugada caraqueña de “abril”. A lo Amaury Pérez Vidal, natural de la misma nación de donde provienen los “socios” de los vencedores: “Acuérdate de abril, recuerda. la limpia palidez de sus mañanas...”

De los tres “abriles” mencionados, los dos primeros se cubrieron de triunfo y leyenda, mismas que se extendieron, en el caso concluyente del primero, hasta nuestros días. El segundo, el 27 de la “Causa de Abril” murió con un Ignacio Andrade en fuga (y no en tocata en re menor), el último teniente de Joaquín Crespo y ambos “herederos políticos de Guzmán”, luego del triunfo de una nueva ocurrencia tumultuaria, merecedora luego de sus propios “abriles”: la Revolución Liberal Restauradora, al mando del andino Cipriano Castro.

El tercero se cubrió de vergüenza para los perdedores y de triunfo para aquellos que, al tercer día, vieron resucitar a su “Mesías” sin llagas en las manos, ni pies; con su propia cruz, no al lomo sino en las manos, jurando perdón y otorgando esperanzas tras prometedoras indulgencias...

Hoy estamos a las puertas de un nuevo “abril”: el 19. En un sentido, en medio de la concelebración que nos acompaña desde hace 207 años, que ha sobrevivido, por ejemplo, a la “Causa de Abril” y al fatídico (por donde se mire) 11 de abril de hace quince años. En otro, viene cargado del mismo bagaje de esperanza, pero a la vez de fatídicas presunciones. Los que van tras la esperanza, acaso lo hacen, una vez más, tras un espejismo y los que esperan un 11, peor actuarán porque hay que recordar que a diferencia de aquel “Mesías” barinés, a estos in corpore presente no los animan ni parábolas, ni proverbios, ni salmos, ni abluciones. Estos son centuriones, pretores y lictores, y solo desean la preservación de los símbolos de su poder: “el yelmo, el hacha, el acero y la plata”, sobre todo “la plata”. Dios tenga misericordia de Venezuela en este nuevo “abril”.







[1] Cova, J. A; Guzmán Blanco su vida y su obra. Ensayo histórico-sociológico de interpretación. EDICIONES AVILA. Caracas, 1950. Pág.328.
[2] Cova…Op.Cit…Pág. 368

10 de abril de 2017

Rómulo Betancourt y el discurso político del “peculado”: acusación, promesa y frustración.

Rómulo Betancourt Bello es, con mucho, el político más completo de la historia contemporánea de Venezuela, al menos durante el tracto temporal que discurre entre los años 1928 y 1981. Dirigente estudiantil, fundador de cuatro organizaciones políticas nacionales (ARDI, ORVE, PDN y AD), además de una fuera del país (Partido Comunista de Costa Rica); Jefe de Estado en dos oportunidades y estadista de singular figuración en la América hispana socialdemócrata que se construye luego de la Segunda Guerra mundial, Betancourt llena más de un capítulo en la historia política venezolana. Es también uno de los siete líderes carismáticos que comparten, según nuestro punto de vista científico político, la responsabilidad de haber guiado a esta patria nuestra en los últimos 200 años. Muchos caminos temáticos surcan su discurso político, pero toda su intencionalidad discursiva, sea escrita u oral, es transversalmente cruzada por dos materias esenciales: el tema petrolero y el asunto del peculado. Este artículo se concentrará en el tema del delito contra la cosa pública, esto es, el siempre “muy mentado” peculado.

Para Betancourt es preocupación constante notar y hacer notar esta deleznable práctica nacional, que pareciese extenderse a lo largo de toda nuestra historia[1]. En aquella en la que tócale en suerte vivir, se concentra con particular atención en el señalamiento de la apropiación, administración amañada e ilegal, además del uso indebido de los bienes públicos. Betancourt pasa por tres etapas en esta tarea, a saber, la etapa en que acusa; aquella en la que, ya en funciones de Estado, promete acabar con el peculado; y una tercera donde muestra, también a través del discurso político, el reconocimiento de la imposibilidad de su erradicación de la función pública, denotando en actos de habla algunas veces de naturaleza ilocucionaria y en otras resueltamente perlocucionaria, cierta frustración ante esa imposibilidad.

Comenzamos en 1931 cuando en uno de los planteamientos del Plan de Barranquilla, señala la necesidad de crear “…un Tribunal de Salud Pública…” en el que se conozcan las causas y sancionen los delitos contra el despotismo, uno de ellos el latrocinio contra la propiedad pública. Insiste en la confiscación de la totalidad de “…los bienes de Gómez…” al suponer la naturaleza fraudulenta de su consecución, especialmente las tierras y concesiones petroleras, bienes que significa han sido “…vilmente hurtados…” a Venezuela, mediante la exacción que les permitió a los “gomeros” la detentación absoluta y cuasi feudal del poder político. Pero hasta ese momento no pasa de ser más que mera manifestación discursiva, sin otra audiencia que sus compañeros de vida política y algunos pocos que lograsen leer el contenido del Plan de Barranquilla. Betancourt entonces apenas frisaba la edad de 23 años.

Diez años más tarde, en el mitin fundacional de la cuarta organización política nacional que ve la luz bajo su conducción (Acción Democrática, el partido del pueblo), dice allí Betancourt: “Es necesario que se aplique el termocauterio de la sanción sobre esa verdadera lepra de la administración pública, que es el peculado”. Más adelante añade: “Y por último, que se cumpla efectivamente la hermosa promesa , escuchada por este pueblo con profunda emoción, hecha en memorable oportunidad por el actual Jefe del Estado, de ser inflexible con quienes despilfarren dineros públicos, o se apropien de ellos indebidamente.[2] Como cierre de este conjunto de actos habla, Betancourt afirma que “saneada debidamente la administración pública” puede entonces asumirse plenamente la tarea de “acelerar” el progreso nacional.

Con una figura gráficamente descriptiva, expresada en el acto de habla ilocucionario que describe la aplicación del “termocauterio sobre esa verdadera lepra que es el peculado”, de una singular significación para quien lo escuchara en ese tiempo, donde la lepra fuese enfermedad común, así como la cauterización terapia de uso continuo a toda clase de dolencia, especialmente en aquellas de naturaleza cutánea, el efecto sobre el auditorio debió haber sido impactante. La devastación que produce la lepra en la piel; la aplicación curativa del termocauterio, que quema pero elimina la penosa lesión, deja la sensación de la naturaleza devastadora del peculado y la clase de remedio que requiere. En los siguientes, se denota una postura que no solo es privativa en Betancourt; el General Isaías Medina Angarita, jefe de Estado para entonces, también lo ha prometido: “…ser inflexibles para aquellos que despilfarren o se apropien de los dineros públicos…”.

La sacralidad de los fondos públicos y la indispensable protección de su integridad, es parte sustantiva de la función pública, especialmente para los hombres  que se precian de ponderar la honestidad como valor patrio. Y para Betancourt es una condición que distingue de los “gamonales decimonónicos”, a los “hombres civiles”, especialmente a aquellos que hacen causa común en la “civilidad democrática”. De hecho, la honestidad en el manejo de los dineros propiedad de la nación, es un “valor cívico”, entendiendo lo “cívico” como aquello que se deriva de la “ciudad”, vista esta última (en su sentido clásico) como numen de la “civilización”. Solo los demócratas son “civilizados” y en consecuencia deben estar dotados de “valores cívicos”. Por estas razones, solo los demócratas merecen el tratamiento de “ciudadanos”. En tal sentido “los hombres de Acción Democrática deben ser ciudadanos honestos”. Tan importante es el saneamiento de este mal en la administración pública, que curada finalmente de tan terrible enfermedad, podrá emplearse a fondo en la “aceleración del progreso” del país.

El 19 de octubre de 1945, a las ocho de la noche, Rómulo Betancourt Bello es Presidente de la Junta Revolucionaria de gobierno, posición que resultase como consecuencia de la victoria de la rebelión militar que se iniciase el día anterior. Nombrado por los militares jóvenes de la Unión Militar Patriótica (quienes meses antes le han hecho el ofrecimiento si dado el alzamiento, resultase exitoso) Betancourt está ahora a la cabeza del país. Amenaza, distribuye culpas y sentencia por adelantado. Dice en su primer mensaje a la nación:

“Este gobierno constituido hoy hará enjuiciar ante los Tribunales, como reos de peculado, a los personeros más destacados de las administraciones padecidas por la República desde fines del pasado siglo. Están presos, y deberán comparecer ante los Tribunales para explicar el origen de sus fortunas, la mayor parte de esos reos contra la cosa pública. El General López Contreras y el General Medina Angarita se encuentran entre los detenidos. (…) Severo, implacablemente severo será el Gobierno Provisional contra todos los incursos en el delito de enriquecimiento ilícito, al amparo del Poder.”[3]

Betancourt, en un acto de habla de contundente fuerza ilocucionaria, amenaza a los “personeros más destacados” de las administraciones “padecidas” por la República desde “fines del siglo pasado”, haciéndolos enjuiciar como “reos de peculado”;  es aún más contundente al afirmar, cuasi perlocucionariamente, que “están presos” debiendo comparecer ante la justicia para “explicar el origen de sus fortunas”, no dejando de manifestar expresamente que dos de los “más connotados reos de delito de peculado”, ya están detenidos: los Generales Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita. Según Betancourt, no hay lugar a dudas respecto de esa “culpabilidad”.

Cierra con manifiesta resolución, a más de sentenciosa, expresando en un contundente conjunto de actos de habla la intensidad de las penas que se aplicarán en contra de aquellos que se hayan lucrado mediante el manejo doloso de los fondos públicos: “Severo, implacablemente severo será el Gobierno Provisional contra todos los incursos en el delito de enriquecimiento ilícito, al amparo del Poder.”

Se crea en consecuencia el Tribunal de Responsabilidad Civil y Administrativa, encargándose a esta instancia la averiguación, la instrucción de los expedientes y la administración de justicia sobre aquellos quienes resultasen incursos en la comisión del delito de peculado. La gestión del tribunal termina siendo un fiasco, llegando a decir el mismo Betancourt, años más tarde, que la distribución de las penas se hizo en atención más a la venganza personal, que a la identificación y determinación en justicia de los verdaderos culpables.

Pero volviendo a 1945, el 30 de octubre de ese mismo año, en discurso que realiza para justificar la acción militar que han bautizado como Revolución de Octubre, el Presidente insiste: “El régimen, imbuido de orgullo demoníaco y resuelto a mantener a todo trance la situación que le permitía a sus más destacados personeros enriquecerse ilícitamente y traficar con el patrimonio colectivo, desoyó ese llamado de la opinión democrática.”[4]

Insiste Betancourt en hacerse único portavoz de la “opinión democrática”, atribuyéndole además al gobierno un “orgullo demoníaco” que lo convirtió en sordo ante esa opinión, siendo adicionalmente de su indudable interés, “mantener a todo trance” la situación que le permitiese la continuación ad infinitum del peculado, representado gráficamente este último en las acciones de “enriquecerse ilícitamente y traficar con el patrimonio colectivo”. Una vez más, para el dirigente político, trocado en ese instante en Presidente de la Juta Revolucionaria de gobierno, “la culpa está en el otro” y ese “otro” es de incuestionable origen oficial, donde lo “oficial” lo representa con exclusividad el gobierno. El venezolano común no es más que una víctima de esa “oligarquía oprobiosa”.

El 20 de enero de 1947, el señor Presidente Betancourt se dirige a la recién electa Asamblea Nacional Constituyente, para rendir el mensaje anual del gobierno en funciones. En la parte de su mensaje relativa a la lucha contra el peculado, recuerda: “Prometimos solemnemente al país erradicar de Venezuela los vicios del peculado, del enriquecimiento ilícito al amparo del Poder, de la dudosa confusión entre el patrimonio colectivo y los bienes propios.”[5]  Este conjunto de actos de habla se mantiene en el ámbito de “la promesa”, esa etapa inicial del discurso político de Betancourt respecto del tema del manejo doloso de los bienes públicos, que trae desde 1931. Y es menester acotar que lo hace en medio de una creciente ola de acusaciones que se levanta contra el gobierno revolucionario, al hacerlo partícipe directo de numerosos hechos de concusión y de cohecho. Y continúa Betancourt en su discurso arrequintándole la culpa al pasado:

“Con señeras y contadas excepciones, la historia de todos los Gobiernos de la República era la del saqueo de las arcas fiscales, y la de la proliferación de negociados indecorosos efectuados por funcionarios públicos, prevalidos de su posición influyente. Habíase perdido, en ese vórtice de la concupiscencia administrativa, toda la noción de que servir con austero desinterés material a la República es la mejor ejecutoria que puede exhibir un gobernante para afrontar el veredicto de la historia.”[6]

“El veredicto de la historia”; “…ese vórtice de la concupiscencia administrativa…”; “…la historia de todos los Gobiernos de la República era la del saqueo de las arcas fiscales”; “…la proliferación de negociados indecorosos efectuados por funcionarios públicos…” todos actos o conjuntos de actos de habla que definen el peculado, lo colocan en el pasado y convierten a la historia “en tribunal” que emite veredictos de culpabilidad o inocencia según haya sido el comportamiento funcionarial respecto del manejo de los fondos públicos. Y a pesar de la marea de acusaciones que crece contra el gobierno revolucionario, según Betancourt “el sagrado deber se ha cumplido” y se ha procedido contra los verdaderos culpables: los otros. En tal sentido hace saber: “Nosotros hemos tenido la fortuna de poder cumplir lo prometido. El Tribunal de Responsabilidad Civil y Administrativa actuando bajo su sola norma de conciencia y sin apremio alguno de la Junta, dictó sentencias, absolutorias o condenatorias, para un grupo de ciudadanos, que en una forma u otra habían intervenido en las últimas décadas, en la Administración Pública.”[7] El Tribunal “actuando bajo su sola norma de conciencia y sin apremio alguno de la Junta” investigó y sentenció; ambos actos de habla ilocucionarios libran de responsabilidad a la Junta y concentran en los miembros del organismo de justicia, las consecuencias que pudiesen haberse derivado de la aplicación “del termocauterio de la sanción”. Años más tarde, Betancourt no solo rehuirá su responsabilidad sobre el fiasco de tal entidad tribunalicia, sino que culpará expresamente a Pérez Jiménez, a la sazón miembro del Alto Mando Militar, consocio muy principal de la Junta, de influir directamente en el ánimo de sus miembros, para lograr sanciones sobre sus enemigos, especialmente mediante la imposición de penas de naturaleza pecuniaria.

Un año después, el 12 de febrero de 1948, llegando a su fin el gobierno “revolucionario” trienal y en discurso ahora ante el Congreso de la República recién electo,  Rómulo Betancourt ha trascendido las etapas de acusación y de promesa. En pleno ejercicio de cierta “mea culpa” hace saber:

“Pero faltaríamos a la verdad si dijéramos que todos los cuadros de la Administración Pública ha habido la misma asepsia y la misma pulcritud para manejar los dineros nacionales. Más de un funcionario subalterno ha desfalcado al Erario, cometiendo acto delictuoso debidamente comprobado; y pesado sobre otros la sospecha de que percibían estipendio cohechador de comerciantes nacionales o extranjeros, habituados a competir en el mercado donde se trafica con las influencias. Estos hechos han sido posibles a pesar de las normas de intransigente moralidad trazadas por los altos comandos administrativos y no obstante la labor previsora desarrollada por la Contralor General de la Nación.”[8]

La frustración aparece. “…faltaríamos a la verdad…” este acto de habla implica el reconocimiento de una situación que se ha convertido en verdad, mediante la campaña de denuncias que se ha hecho por la prensa y la radio respecto de la “corrupción”, especialmente aquella que habita en la gestión de muchos funcionarios civiles, identificados además con el partido Acción Democrática. Pero Betancourt coloca la falta de asepsia en el manejo de los fondos públicos, en “…más de un funcionario subalterno…” a quienes se les ha comprobado, debidamente, la comisión de “actos delictuosos” contra la cosa pública, librando de esa práctica  a “los altos comandos administrativos” y señalando como cooperadores inmediatos a “los comerciantes” tanto nacionales como extranjeros “habituados a competir en el mercado donde se trafica con las influencias.” Parece aclarar el Presidente, mediante el uso de esta construcción discursiva, que ni el Primer Mandatario Nacional, ni los Ministros, han metido la mano en la “camaza pública”; que son culpables “algunos” funcionarios de baja estofa y que si lo son, es por “directa instigación” de “los comerciantes inescrupulosos con origen nacional o extranjero”, quienes acostumbran a la práctica del cohecho desde el pasado próximo. La externalización de la culpa, aun cuando se reconozca parte de ella, sigue siendo denominador común hoy día, cuando se habla de manejo dudoso de fondos públicos.

Once años más tarde, trascendida la caída de Rómulo Gallegos en 1948, la larga permanencia militar durante dos lustros y huido Pérez Jiménez en 1958, el 13 de febrero de 1959, Rómulo Betancourt Bello toma posesión como Presidente Constitucional de la República, con ocasión de la segunda  realización, en nuestra historia política republicana, de comicios universales, directos y secretos. En su discurso de toma de posesión, vuelve a cursar las etapas de su discurso político respecto del peculado y dice aquella mañana en el arrebato de una “promesa”:

“El nuevorriquismo derrochador desaparecerá de las costumbres oficiales. Lo ornamental y lo suntuario en las obras públicas será radicalmente eliminado. Y junto con todo ello, con mano firme, sin temblor en el pulso ni vacilación en la empresa moralizadora, se castigará sin contemplación los delitos del peculado, del tráfico de influencias, del porcentaje corruptor, del favoritismo rentable para quienes lo practican en las colocaciones de comprar por los organismos oficiales o en el otorgamiento de contratos a empresas particulares.”[9]

De nuevo se manda “lanza en ristre” contra el pasado inmediato. “El nuevorriquismo derrochador desaparecerá de las costumbres oficiales”; Betancourt asegura cuasi perlocucionario, la eliminación del “nuevorriquismo derrochador”, prometiendo con ello austeridad en el manejo de los fondos públicos. Y de nuevo con gestos de incuestionable decisión, hace saber que “con mano firme, sin temblor en el pulso” emprenderá “la empresa moralizadora”, castigando sin contemplación todos los delitos asociados al peculado, es decir, el “corruptor” tráfico de influencias y su porcentaje de comisión asociado, tanto en las compras como en las contrataciones del Estado. La promesa estalla de nuevo como granada lanzada sobre el enemigo  “corrupto y corruptor”: allá va de nuevo. Y no duda Betancourt en hablar de instrumentos concretos para llevar a cabo “la empresa moralizadora”. Dice entonces en el marco del mismo exordio:

“De inmediato se pondrá en plena vigencia la Ley contra el Enriquecimiento Ilícito de Funcionarios Públicos. Será integrado el tribunal especial en ella previsto, con representantes del Congreso Nacional, de la Corte Federal y de Casación, de la Presidencia de la República y de los partidos políticos con representación parlamentaria. Ante ese tribunal podrá cualquier ciudadano denunciar a quien esté manejando dolosamente los dineros públicos. Y los funcionarios podrán, a su vez, denunciar a los particulares que les propongan negociaciones lesionadoras de los intereses del Fisco, porque tan digno de sanción es el cohechado como quien pretenda cohecharlo.”[10]

Los mismos vientos que soplaron en el pensamiento político de Betancourt para impulsar el Tribunal de Salud Pública allá en un lejano 1931, en el contexto del Plan Barraquilla; que lo hicieran con más fuerza en 1945, con la creación formal del Tribunal de Responsabilidad Civil y Administrativa, parecen haberse hecho brisa huracanada en 1959. Más perfeccionada aun, ya no se trata de un Tribunal que juzgue los delitos derivados del peculado así como el mismo peculado tipificado, sino de una Ley de la República, en cuyo articulado se prevé, reiteramos, la creación formal de la instancia jurisdiccional respectiva y que, además, tiene una conformación amplia, que supone la integración de representantes de todas las ramas del Poder Público Nacional. En adición, no solo contempla la denuncia de oficio sino aquella que surgiese de la misma población e incluso del funcionariado público, que se viese afectado por la posible instigación a delinquir contra la cosa pública.

Transcurrido su período presidencial y en calidad de Primer Mandatario Nacional saliente, el 7 de marzo de 1964 (un intento de magnicidio, dos rebeliones militares, más un centenar de complots develados y una guerrilla de inspiración castrocomunista en plena actividad), el Presidente Betancourt se dirige a la nación, ante el Congreso de la República y en el marco de la entrega del mando a su legítimo sucesor, haciendo un amplio discurso de su balance de gestión.  De nuevo sobreviene “la frustración” al tocar el tema del peculado. Como es natural en su discurso, en los párrafos que se inician con el tema, le arrequinta la culpa al pasado inmediato, previo a su gobierno y allí dice:

“Entre las malas herencias de la dictadura que recibió el gobierno constitucional tenía rango especial el de las prácticas del vulgar latrocinio de fondos fiscales, practicadas por los capitostes del régimen derrocado por Venezuela entera el 23 de enero de 1958. Decir que en estos cinco años se ha logrado erradicar en Venezuela el peculado y los subproductos que le acompañan y complementan, sería una falsedad. Perviven los malolientes signos de la más indecente forma de robar, que es  la apropiación indebida de los dineros públicos.”[11]

Una vez más, tal cual lo hiciese en 1947, el Presidente Betancourt insiste en colocar el peso de la culpa por la comisión del delito de peculado, en el gobierno que lo antecede. Como una “herencia de la dictadura” califica su existencia y su variopinta delictual derivada. Y tal cual lo hiciese en 1947, al decir que negar su existencia en el gobierno revolucionario “sería faltar a la verdad”, en un acto de habla similar, diecisiete años más tarde, hace saber que afirmar que se hubiese erradicado en estos cinco años el peculado “sería una falsedad”. Con el mismo dejo de frustración, reconoce su incapacidad para salir de semejante mal.  Pero se libra de la “culpabilidad directa” cuando afirma enfático que “Nadie en Venezuela se atreve a decir que el Jefe del Estado , en vísperas de transferir su mandato a quien habrá de sucederle en Miraflores; ni los ministros; ni los directores o presidentes de institutos autónomos, han aumentado su peculio privado en forma ilícita durante estos cinco años.” Procediendo por la misma vía discursiva de 1947, libra de responsabilidad directa al “alto comando administrativo”, sugiriendo que los delitos que denunciara, acusara directamente y prometiera erradicar “para siempre de la Administración Pública”, siguen siendo cometidos por funcionarios subalternos. Exterioriza también en esta oportunidad la culpa, ya no en los comerciantes cohechadores sino en las ramas del Poder Público con responsabilidad directa en su prevención y combate. Al respecto acota:

“Los reos del infamante delito de peculado han recibido de los de los tribunales de la República el beneficio de muy leves sanciones para sus delitos, y aun han sido absueltos. Imperativa resulta por ello la necesidad de que el Congreso Nacional elabore leyes y señale procedimientos que sancionen con las más severas penas a los ladrones del erario público, cualesquiera que fueran las artimañas por ellos utilizadas.”[12]

Este párrafo parece contener una suerte de doble reproche, tanto al Poder Legislativo como al Poder Judicial, por haber actuado con lenidad frente a tan deleznable delito. El primero por omisión legislativa y el segundo por negligencia procesal. En todo caso habría que preguntarle entonces al Presidente Betancourt ¿Qué pasó con la aplicación de la Ley Contra el Enriquecimiento Ilícito? ¿En dónde quedó el Tribunal de Cuentas? Pero los Presidentes construyen prosa discursiva y el pueblo venezolano suele olvidar entre discurso y discurso, pareciendo echar en saco roto la máxima del historiador británico J.G.A Pocock: “la historia es la historia del discurso”.

En un párrafo conclusivo, Betancourt vuelve sobre el tema de la “culpa del anterior” y acota en beneficio de su propia pulcritud administrativa:

“Solo un gobernante que así puede hablar, ante su país, ante la historia, en activo repudio a la indecente práctica del peculado, dispuso de fuerza moral suficiente para conducir las gestiones del régimen que ha presidido hasta lograr la extradición y el sometimiento a la Corte Suprema de Justicia del ex – dictador que entró a saco en las arcas de la nación.”[13]

Se refiere el Presidente saliente a la extradición y sometimiento a juicio de Marcos Pérez Jiménez, proceso que parece indicar logró llevarse a cabo, gracias a su incuestionable “fuerza moral”, fortaleza nacida de su incorruptibilidad a toda prueba, característica que deja patente en el último párrafo destinado a este tema en su discurso:

“Terminado mi mandato, yo mismo y quienes conmigo han colaborado en los rangos superiores de la administración pública, estamos en plena capacidad de demostrar, ante cualquier organismo o entidad, pública o privada, que ni un solo bolívar de los miles de millones que hemos administrado se nos quedó en las manos, para beneficio propio.”[14]

En el mes de agosto de 1977, a trece años de culminado su mandato y con ocasión del lanzamiento de la candidatura del señor Luis Piñerúa Ordaz a la Presidencia de la República, un Rómulo Betancourt al borde del retiro definitivo de la vida política nacional, dirige un discurso a la militancia del partido, en el seno de la Convención Nacional de Acción Democrática. Dice Betancourt allí:

“Pero a partir de 1958 ha habido un proceso de relajación de la moral pública, y propongo que se constituya un Jurado escogido por Acción Democrática y por Copei, que capitalizan el 85% del electorado y por sectores representativos del capital, del trabajo y de la cultura. Un jurado de personas en cuya honradez y patriotismo tenga depositada confianza el país. Un jurado que someta a examen riguroso a los gobiernos habidos entre 1958 y 1977; a los Presidentes de la República; a los Gobernadores de Estados; a los Diputados y Senadores; a los Presidentes de Concejos Municipales; a los Gerentes de Institutos Autónomos, etc. En ese período de veinte años, durante cinco goberné yo, y reclamo que el examen más exigente de ese Jurado propuesto se aplique al análisis crítico de ese quinquenio, primero en el ciclo de gobiernos democráticos de elección popular.”[15]

El afán forense betancuriano que se manifiesta en la creación de Tribunales, de Jurados, esa preocupación constante por la evaluación de la gestión que deje al fin sin tacha al inocente y con la asignación de culpabilidad al ladrón y, al propio tiempo, el reconocimiento indudable de la relajación moral, durante el período comprendido entre 1958 y 1977, quedan confirmados en el párrafo precedente. Por vez primera en su discurso político respecto del peculado, en el tracto temporal que discurre entre 1931 y 1977, esto es, 46 años de vida política activa, habiendo ocupado además en dos ocasiones la Primera Magistratura nacional, Betancourt reconoce “la pérdida moral” en tiempos de la democracia que ayudase a crecer, construir e implantar en la Venezuela de sus desvelos. Pero lo hace con el mismo dejo de elusión exculpatoria, mismo que se trasluce en la exigencia de que el Jurado que se creé, si acaso llegara a hacerse realidad, sea en sus actuaciones particularmente exigente en el análisis crítico del período que le tocase presidir. Seguro está de su inocencia y de su honestidad incuestionable.

Rómulo Betancourt, padre de la democracia representativa venezolana, duélale a quien le duela, pudo haber sido arbitrario, vengativo, violento, atrabiliario y mordaz; implacable con sus enemigos; en ocasiones miserable y de desleal doblez con sus partidarios e incluso amigos, si acaso su destino político estuviese en peligro, pero lo que no admite duda de ningún tipo es su lucha denodada contra el peculado y sus actividades derivadas: la concusión y el cohecho.

Por más de 50 años se enfrentó al delito contra la cosa pública, lo condenó como práctica en el seno de su propia organización política y lo denunció públicamente cada vez que se le ofreció la oportunidad, pasando de la “acusación”  hacia sus posibles culpables, a la “promesa” de su erradicación de la función pública bajo su liderazgo, para terminar en la “frustración” de no poder lograrlo efectivamente y teniendo que “remendar el capote” tras una faena mal terminada. Sea propicio culminar este artículo con un párrafo de ese discurso de 1977, en el que cierra el tema del latrocinio contra la cosa pública, en una admonición general, que al verla sin satisfacción aún hoy día, es posible colegir una de las razones de nuestro fracaso continuado en materia de la construcción de una institucionalidad responsable y respetada colectivamente, es más, de una auténtica República:

“Los venezolanos responsables vamos a educar a la gente joven del país para que repudie y ponga cese a la tolerancia colectiva con los traficantes de los bienes públicos; para poner cese al espectáculo avergonzador de que hombres super-millonarios, enriquecidos ilícitamente (…) sean los primeros figurantes de eventos sociales y de otras índoles. Cuando en Venezuela se pueda decir que no es cierta la frase de Tomás Lander o de Fermín Toro, a mediados del siglo pasado: “es la nuestra una sociedad de cómplices”. Cuando en Venezuela el ladrón de los dineros públicos esté asediado por el desprecio colectivo, nuestro país se habrá enrumbado por la vía de la grandeza auténtica.”[16]




[1] En la serie de artículos publicados en este blog bajo el título “Esbozos históricos del peculado en Venezuela” ofrecemos una muestra representativa de esta práctica desde 1827 hasta 1958 e incluso, en sus conclusiones, mostramos también lo que consideramos algunas de las causas medulares de su ocurrencia en nuestra patria.
[2] Suárez Figueroa, Naudy; Rómulo Betancourt. Discursos y otros escritos políticos. FUNDACIÓN RÓMULO BETANCOURT. Caracas, 2006. Pág.131
[3] Mensaje radial de la Junta Revolucionaria de Gobierno, dirigido al país por el Presidente Provisional Rómulo Betancourt, el 19 de octubre de 1945. Catalá, José Agustín; Papeles de Archivo. 1945-1947. Del Golpe Militar a la Constituyente. Cuaderno Nª9. CENTAURO. Caracas, 1992. Pág. 109.
[4] Consalvi, Simón Alberto; La República Liberal Democrática. FUNDACIÓN RÓMULO BETANCOURT. Caracas, 2008. Págs. 134 y 135.
[5] Suárez Figueroa…Op.Cit…Pág. 212.
[6] Suárez Figueroa…Idem…Pág. 212.
[7] Suárez Figueroa…Ibid…Pág. 213.
[8] Suárez Figueroa…Ibid…Pág.234
[9] Suárez Figueroa…Ibid…Pág.336
[10] Suárez Figueroa…Ibid…Pág.336
[11] Suárez Figueroa…Ibid…Pág.383
[12] Suárez Figueroa…Ibid…Pág.383
[13] Suárez Figueroa…Ibid…Pág.383
[14] Suárez Figueroa…Ibid…Pág.383
[15] Suárez Figueroa…Ibid…Pág.437.
[16] Suárez Figueroa…Ibid…Pág.439