15 de febrero de 2020

De cañones, civilización y barbarie: José Félix Mora versus Antonio Paredes


A esta especie de agujero negro al que avanza inexorable Venezuela, bajo la tripulación de hampones que hoy la dirigen, tanto del gobierno como de la oposición que le es afín o bien lo confronta (unida a una suerte sector privado que, peor que el que alguna vez tuvimos, se solaza en una riqueza mal habida en buena parte de su extensión), lo caracteriza la existencia de un vórtice central con una inexorable “dinámica de sumidero”  y en el que toda clase de personajes aparecen en sus volutas desde distintos ángulos de nuestra historia.

Así como hoy vemos la mediocridad rampante en cualquier espacio, no podemos más que, por vicio ínsito de investigadores, mirar hacia nuestro pasado histórico, “retablo de maravillas” que siempre nos ofrece un cuadro aleccionador. Y allí casi invariablemente, encontramos la eterna lucha de la civilización contra la barbarie, y, por oposición, de la barbarie contra la civilización, hoy, acaso, más palpable que en todos los tiempos previos, especialmente cuando escuchamos al inefable de nuestro Primer Mandatario Nacional.

Hoy traemos un recuerdo; uno de esos recuerdos olvidados y sujetos de rememoración por quienes dedicamos buena parte de nuestro tiempo a esculcar, por oficio honroso, nuestra historia política patria. Traemos, como ya avisásemos, tres personajes, a saber, el general Joaquín Crespo Torres, su compadre, el aguerrido general José Félix Mora y al valiente general Antonio Paredes. El primero, acólito del Ilustre Americano, luego su ungido y más tarde, por aquello de las veleidades del poder, su agraz enemigo; héroe del deber cumplido y prócer de su propio legalismo; astuto y sagaz, corajudo lancero de primera línea, era sin embargo lento en habilidades intelectuales y, en consecuencia, “alérgico a los doctores”, así como a todo lo que no fuese de arriero origen. Más amigo, reiteramos, de las lanzas, los caballos, la buena y surtida mesa criolla, Crespo era también bien opuesto a todo aquello reputable de “oligárquico” (muy similar a estos rojos de hoy), vale decir, todo lo que sea blanco, bonito, culto y rico, es oligárquico por naturaleza; lo que obedezca a esas características y sea “liberal”, lo es “por merecimiento” o por “revelación revolucionaria divina”. En suma: Crespo ve “godo”, todo lo que no le gusta o no cuadra a sus intereses.

El general José Félix Mora, luego de la Revolución Legalista que lleva a Crespo por segunda vez al poder, ha marchado con el llanero general desde los tiempos de la Guerra Larga y luego de la Legalista, “El héroe del deber cumplido” lo ha hecho general de generales, vale decir, su ungido a toda ley. Mora es un zambo, alto, grande y machetero, quien, no obstante su elegancia natural y magnífico buen vestir, es, para su gracia, repetimos, zambo y machetero, lo que lo hace “vale" de Crespo. Carabobeño, Crespo lo hace nombrar Presidente del estado Carabobo para horror de la vieja oligarquía valenciana, quien no obstante las sedas, los algodones y casimires del general negroide, detesta a Mora y Crespo lo sabe, por eso se lo hace a propósito. Mora también es astuto pero culturalmente bien escaso y eso le escuece el alma. Ese maldito y viejo resentimiento (que nos persigue hasta hoy y del que los “rojos maduristas” hacen gala cotidianamente), cocinaba a fuego lento las entrañas de Mora. Y es aquí, en este momento de nuestra narración, que hace su entrada el también aguerrido general Antonio Paredes.

Paredes, blanco, de buena impostura, culto, políglota además, es descendiente directo del general José de la Cruz Paredes, héroe de la gesta emancipadora. Por si fuera poco, es hijo del también general Manuel Paredes, figura liberal de la Guerra Larga, lo que lo convierte en parte singular de las entonces “ínclitas familias valencianas”. Antonio se ha ganado sus grados militares en la guerra, no obstante su juventud, por coraje, arrojo y astucia; también y por paradoja, al lado de Crespo en su Revolución Legalista. Durante los combates propios de la confrontación armada, hace actos heroicos que denotan gran pericia militar y Crespo conoce de ellos, pero se hace más eco de los corrillos en contra del carácter levantisco del joven guerrero. Fructifican malignamente más el chisme y la indisposición de ánimo por el  discurso maldiciente, sobre todo después que Paredes hace saber públicamente que Crespo es un caudillo militar que “parece no querer derrotar definitivamente al enemigo”, un enemigo que, por cierto, parece “no querer derrotar definitivamente a Crespo”. El joven valenciano como el también general Juan Pietri, parece haber entrado en esta nueva turbamulta por aquello de los “sentimientos puros”, tras la eterna obsesión revolucionaria de “cambiar las cosas, de una vez y para siempre, por el bien de la Patria”, clase de Valhala mil veces perseguido y jamás alcanzado por todo movimiento político nacional auto bautizado “Revolución”, sin identificación de tiempo ni espacio.

Y uno de los más importantes sueños de Antonio, es entrar con Crespo triunfante a la capital de la República, para demostrar al enemigo inmoral que, más temprano que tarde y sin importar la exposición a la muerte, “los buenos siempre triunfan”. No ocurre; Crespo lo deja al mando del castillo de Puerto de Cabello, una ruina militar de tiempos coloniales, que languidece víctima de la proverbial  incuria nuestra, viva y presente aún hoy, porque pareciera sernos ínsita en todo lugar y todo tiempo. Paredes no se arredra; emprende la tarea imposible de tratar de “acomodar áreas importantes” del castillo: la prevención y la oficina del comando. Envía inútilmente cartas a Caracas pidiendo recursos: nunca le responden. Una vez se lo hace saber a algún “propio de Crespo” y recibe por respuesta el eterno: “pa’ eso no hay rial”. Y un día, pasando revista con el jefe de artillería de la vieja guarnición, descubre un cañón del siglo XVI que, acaso por su venta, pueda obtener, por propia cuenta y riesgo, los recursos necesarios para emprender sus reformas. Mientras, el general José Félix Mora ha tratado de defecarse en Paredes, por más de una vía, imponiendo su condición de acólito de Crespo y primera autoridad del estado Carabobo. Paredes responde a todas sus arbitrarias intervenciones con un retornelo casi obsesivo: “soy autónomo de usted, solo recibo órdenes del Ministerio de Guerra y Marina, y de mi general Crespo”. El zambo se encoleriza pero no puede con Paredes. Y el viejo resentimiento se clava como espina en un costado. Mora tiene que ver caer a Paredes y le manda a espiar con los cuasi eternos espalderos a sueldo.

Paredes, mientras, pide permiso para vender la pieza de artillería; no se lo otorgan pero tampoco se lo niegan. Resuelve enviar a Caracas a su jefe de artillería y este, de vuelta, le trae una respuesta verbal y escueta: “…que dice mi general Crespo que venda esa vaina…” Y Paredes, quien como el tigre come por lo rápido, va y le vende el cañón a un chatarrero de Curazao y con los reales, comienza su remodelación interna. Pero Mora está al acecho y “monta un drama por la venta del cañón”, mismo que identifica (valiéndose de unos expertos “a su servicio”) como una valiosa pieza de artillería del Siglo XVI, que hubiese sido utilizado por el propio Rey de España en una muy importante batalla. De hecho lo identifican como “el gran cañón”, el propio, una suerte de “Burrón” de ese tiempo, que se hubiese perdido "en los intersticios misteriosos de la historia”. Y Mora va y se lo dice a Crespo, a resultas de lo cual se abre una investigación y se destituye del mando a Paredes. Se le declara culpable y se le sigue un proceso ominoso y humillante. Oligarquía valenciana (fuese goda o liberal) entra en cólera, pero el proceso continúa. Pero Crespo, en suerte de “iluminación” sugerida por el general Velutini, exige el nombramiento de una comisión militar independiente de expertos para determinar si la pieza de artillería vendida, ciertamente se trata de aquella suerte de “santo grial de las culebrinas” citada en tanta y variadas ocasiones por los “expertos de Mora”. Así las cosas, Paredes, ya preso, aguarda su sentencia, pesando además sobre él, una posible pena de extrañamiento del país.

Y, dicho y hecho, la comisión militar de expertos, que preside el propio general Velutini, demuestra que el cañón vendido es “una piazo e’culebrina, hecha de una aleación de bronce y hierro” normal y corriente, una especie de antigualla inservible que, además, no data del siglo XVI, sino, como muy vieja, data de las postrimerías del siglo XVIII, habiendo estado, desde los tiempos de Bolívar, prácticamente abandonada por inservible en el mismo sitio de donde la desmontara Paredes.  A resultas de aquella averiguación, el Consejo Militar declara inocente al general Antonio Paredes, dejando absolutamente clara su absolución de toda falta o delito atribuible a la venta del cañón de marras. Mora se consume en su criolla y resentida calentura, pero esta vez, el zambo no pudo con “el blanquito” Paredes. Inútil confrontación fruto más de una envidia imposible de vencer, más que de la razón y la justa argumentación jurídica, en protección de la integridad de los bienes de la República.

Una vez más, como en muchas e inúmeras ocasiones en nuestra historia política patria, civilización y barbarie, barbarie y civilización, se encontraron en su eterno combate criollo. Y el negro Mora, en una noche linda valenciana, hubo de devolverle sus corotos (aún esta palabra no existía, pero nos tomamos la licencia criolla de utilizarla solo a los fines del relato) al recio Antonio Paredes. Por cierto el negro Mora jamás entendió nada acerca de reyes de España, batallas o piezas de artillería con impronta, pero de “venganza y jodienda”: de eso sí, mi hermano…Más tarde arremeterá de nuevo contra el guerrero valenciano, casi con la misma tenacidad que en sus muy afamadas "cargas de acero machetero"...DIOS y FEDERACIÓN...