A esta especie de agujero negro al que avanza
inexorable Venezuela, bajo la tripulación de hampones que hoy la dirigen, tanto
del gobierno como de la oposición que le es afín o bien lo confronta (unida a
una suerte sector privado que, peor que el que alguna vez tuvimos, se solaza en
una riqueza mal habida en buena parte de su extensión), lo caracteriza la
existencia de un vórtice central con una inexorable “dinámica de sumidero” y en el que toda clase de personajes aparecen
en sus volutas desde distintos ángulos de nuestra historia.
Así como hoy vemos la mediocridad rampante en
cualquier espacio, no podemos más que, por vicio ínsito de investigadores,
mirar hacia nuestro pasado histórico, “retablo de maravillas” que siempre nos
ofrece un cuadro aleccionador. Y allí casi invariablemente, encontramos la
eterna lucha de la civilización contra la barbarie, y, por oposición, de la
barbarie contra la civilización, hoy, acaso, más palpable que en todos los tiempos
previos, especialmente cuando escuchamos al inefable de nuestro Primer
Mandatario Nacional.
Hoy traemos un recuerdo; uno de esos recuerdos olvidados
y sujetos de rememoración por quienes dedicamos buena parte de nuestro tiempo a
esculcar, por oficio honroso, nuestra historia política patria. Traemos, como ya avisásemos, tres personajes, a saber, el general Joaquín Crespo Torres, su
compadre, el aguerrido general José Félix Mora y al valiente general Antonio Paredes. El primero,
acólito del Ilustre Americano, luego su ungido y más tarde, por aquello de las
veleidades del poder, su agraz enemigo; héroe del deber cumplido y prócer de su
propio legalismo; astuto y sagaz, corajudo lancero de primera línea, era sin
embargo lento en habilidades intelectuales y, en consecuencia, “alérgico a los
doctores”, así como a todo lo que no fuese de arriero origen. Más amigo,
reiteramos, de las lanzas, los caballos, la buena y surtida mesa criolla,
Crespo era también bien opuesto a todo aquello reputable de “oligárquico” (muy similar a estos rojos de hoy), vale decir, todo lo que sea blanco, bonito, culto y
rico, es oligárquico por naturaleza; lo que obedezca a esas características y
sea “liberal”, lo es “por merecimiento” o por “revelación revolucionaria
divina”. En suma: Crespo ve “godo”, todo lo que no le gusta o no cuadra a sus
intereses.
El general José Félix Mora, luego de la Revolución
Legalista que lleva a Crespo por segunda vez al poder, ha marchado con el
llanero general desde los tiempos de la Guerra Larga y luego de la Legalista,
“El héroe del deber cumplido” lo ha hecho general de generales, vale decir, su
ungido a toda ley. Mora es un zambo, alto, grande y machetero, quien, no
obstante su elegancia natural y magnífico buen vestir, es, para su gracia,
repetimos, zambo y machetero, lo que lo hace “vale" de Crespo. Carabobeño,
Crespo lo hace nombrar Presidente del estado Carabobo para horror de la vieja
oligarquía valenciana, quien no obstante las sedas, los algodones y casimires
del general negroide, detesta a Mora y Crespo lo sabe, por eso se lo hace a
propósito. Mora también es astuto pero culturalmente bien escaso y eso le
escuece el alma. Ese maldito y viejo resentimiento (que nos persigue hasta hoy
y del que los “rojos maduristas” hacen gala cotidianamente), cocinaba a fuego
lento las entrañas de Mora. Y es aquí, en este momento de nuestra narración,
que hace su entrada el también aguerrido general Antonio Paredes.
Paredes, blanco, de buena impostura, culto,
políglota además, es descendiente directo del general José de la Cruz Paredes,
héroe de la gesta emancipadora. Por si fuera poco, es hijo del también general
Manuel Paredes, figura liberal de la Guerra Larga, lo que lo convierte en parte
singular de las entonces “ínclitas familias valencianas”. Antonio se ha ganado
sus grados militares en la guerra, no obstante su juventud, por coraje, arrojo
y astucia; también y por paradoja, al lado de Crespo en su Revolución
Legalista. Durante los combates propios de la confrontación armada, hace actos heroicos que denotan gran pericia
militar y Crespo conoce de ellos, pero se hace más eco de los corrillos en
contra del carácter levantisco del joven guerrero. Fructifican malignamente más el
chisme y la indisposición de ánimo por el
discurso maldiciente, sobre todo después que Paredes hace saber
públicamente que Crespo es un caudillo militar que “parece no querer derrotar
definitivamente al enemigo”, un enemigo que, por cierto, parece “no querer
derrotar definitivamente a Crespo”. El joven valenciano como el también general Juan Pietri, parece
haber entrado en esta nueva turbamulta por aquello de los “sentimientos
puros”, tras la eterna obsesión revolucionaria de “cambiar las cosas, de una
vez y para siempre, por el bien de la Patria”, clase de Valhala mil veces
perseguido y jamás alcanzado por todo movimiento político nacional auto
bautizado “Revolución”, sin identificación de tiempo ni espacio.
Y uno de los más importantes sueños de Antonio, es entrar con Crespo triunfante a la capital de la República, para
demostrar al enemigo inmoral que, más temprano que tarde y sin importar la
exposición a la muerte, “los buenos siempre triunfan”. No ocurre; Crespo lo
deja al mando del castillo de Puerto de Cabello, una ruina militar de tiempos
coloniales, que languidece víctima de la proverbial incuria nuestra, viva y presente aún hoy, porque pareciera sernos ínsita en todo lugar y todo tiempo. Paredes no se arredra;
emprende la tarea imposible de tratar de “acomodar áreas importantes” del
castillo: la prevención y la oficina del comando. Envía inútilmente cartas a
Caracas pidiendo recursos: nunca le responden. Una vez se lo hace saber a algún
“propio de Crespo” y recibe por respuesta el eterno: “pa’ eso no hay rial”. Y
un día, pasando revista con el jefe de artillería de la vieja guarnición,
descubre un cañón del siglo XVI que, acaso por su venta, pueda obtener, por
propia cuenta y riesgo, los recursos necesarios para emprender sus reformas.
Mientras, el general José Félix Mora ha tratado de defecarse en Paredes, por
más de una vía, imponiendo su condición de acólito de Crespo y primera
autoridad del estado Carabobo. Paredes responde a todas sus arbitrarias
intervenciones con un retornelo casi obsesivo: “soy autónomo de usted, solo recibo órdenes del Ministerio de
Guerra y Marina, y de mi general Crespo”. El zambo se encoleriza pero no puede
con Paredes. Y el viejo resentimiento se clava como espina en un costado. Mora
tiene que ver caer a Paredes y le manda a espiar con los cuasi eternos espalderos a sueldo.
Paredes, mientras, pide permiso para vender la
pieza de artillería; no se lo otorgan pero tampoco se lo niegan. Resuelve
enviar a Caracas a su jefe de artillería y este, de vuelta, le trae una
respuesta verbal y escueta: “…que dice mi general Crespo que venda esa vaina…”
Y Paredes, quien como el tigre come por lo rápido, va y le vende el cañón a un
chatarrero de Curazao y con los reales, comienza su remodelación interna. Pero Mora está
al acecho y “monta un drama por la venta del cañón”, mismo que identifica
(valiéndose de unos expertos “a su servicio”) como una valiosa pieza de
artillería del Siglo XVI, que hubiese sido utilizado por el propio Rey de España
en una muy importante batalla. De hecho lo identifican como “el gran cañón”, el
propio, una suerte de “Burrón” de ese tiempo, que se hubiese perdido "en los
intersticios misteriosos de la historia”. Y Mora va y se lo dice a Crespo, a
resultas de lo cual se abre una investigación y se destituye del mando a
Paredes. Se le declara culpable y se le sigue un proceso ominoso y humillante.
Oligarquía valenciana (fuese goda o liberal) entra en cólera, pero el proceso
continúa. Pero Crespo, en suerte de “iluminación” sugerida por el general
Velutini, exige el nombramiento de una comisión militar independiente de
expertos para determinar si la pieza de artillería vendida, ciertamente se
trata de aquella suerte de “santo grial de las culebrinas” citada en tanta y
variadas ocasiones por los “expertos de Mora”. Así las cosas, Paredes, ya
preso, aguarda su sentencia, pesando además sobre él, una posible pena de
extrañamiento del país.
Y, dicho y hecho, la comisión militar de expertos,
que preside el propio general Velutini, demuestra que el cañón vendido es “una
piazo e’culebrina, hecha de una aleación de bronce y hierro” normal y
corriente, una especie de antigualla inservible que, además, no data del siglo
XVI, sino, como muy vieja, data de las postrimerías del siglo XVIII, habiendo
estado, desde los tiempos de Bolívar, prácticamente abandonada por inservible
en el mismo sitio de donde la desmontara Paredes. A resultas de aquella averiguación, el Consejo
Militar declara inocente al general Antonio Paredes, dejando absolutamente
clara su absolución de toda falta o delito atribuible a la venta del cañón de
marras. Mora se consume en su criolla y resentida calentura, pero esta vez, el
zambo no pudo con “el blanquito” Paredes. Inútil confrontación fruto más de una envidia imposible de vencer, más que de la razón y la justa argumentación jurídica, en protección de la integridad de los bienes de la República.
Una vez más,
como en muchas e inúmeras ocasiones en nuestra historia política patria,
civilización y barbarie, barbarie y civilización, se encontraron en su eterno
combate criollo. Y el negro Mora, en una noche linda valenciana, hubo de
devolverle sus corotos (aún esta palabra no existía, pero nos tomamos la
licencia criolla de utilizarla solo a los fines del relato) al recio Antonio
Paredes. Por cierto el negro Mora jamás entendió nada acerca de reyes de
España, batallas o piezas de artillería con impronta, pero de “venganza y
jodienda”: de eso sí, mi hermano…Más tarde arremeterá de nuevo contra el guerrero valenciano, casi con la misma tenacidad que en sus muy afamadas "cargas de acero machetero"...DIOS y FEDERACIÓN...