Desde
el fondo de los tiempos vino su voz primigenia. Desde allá desde las siete
colinas de la Roma antigua, de la Roma republicana. Insinuóse en las palabras
esperanzadoras de un Cola di Rienzo, que en sueños infantiles de avergonzado
lupanar materno, aspira a una sociedad pletórica de virtudes romanas. Se metió en los intersticios del discurso
político, allá en la “ciudad hecha Estado”
en pleno renacimiento italiano. Se materializó en verbo para la acción, en la
parla consejera acerca del poder político, en un injustamente detractado con el
tiempo Nicolás Maquiavelo; mientras en la Inglaterra sacudida por las guerras
civiles, encarnóse en parte y contraparte de los discursos contendientes,
velándose apenas en las letras de un atormentado Thomas Hobbes y en las cuitas
iniciales de un tolerante John Locke.
Remontó
las cumbres de los montes Apeninos y aún más allá, de los Alpes e hizo erupción
en el volcán rugiente y reivindicador de la Revolución Francesa, alimentando la
palabra de Montesquieu, el dicterio acusador de Robespierre y el exordio en
respuesta de Danton; arrulló las noches en vela, de jaquecas incontrolables y dolorosamente
insoportables del Doctor Marat. Cruzó el Canal de la Mancha y se incrustó en el
reclamo de las inveteradas sociedades escocesas, frente a la imposición
británica de una sociedad egoísta y comercial. Thomas Ferguson lo hizo suyo y
Adam Smith lo pergeñó en su obra.
Atravesó
como un celaje el océano Atlántico y se hizo germen en los discursos unionistas
de Hamilton, Jay y Madison, los mismos que alimentaron las letras del The Federalist. Descendió una mañana
hasta la mente calenturienta del cura Hidalgo y Costilla, en el Querétaro de principios
del siglo XIX y otro tanto, con cierta simultaneidad, en los sueños de un
Morazán ganado para la idea de la libertad.
Y en
el mismo tracto de tiempo histórico, llegó a estas tierras de la entonces
Capitanía General de Venezuela, en las letras de un Rousseau de muchos años,
vestido además con ropaje jacobino, encendiendo la tea que produjo los hechos
del año 1810 y luego los del año 1811.
En
efecto, se trata del lenguaje político que hubo de condicionar a posteriori
buena parte de nuestro discurso de igual naturaleza: el lenguaje republicano y con él, su consecuencia directa, el republicanismo[1].
Viene con su carga de virtudes cívicas,
de dolor patrio, de pueblo, de libertad a toda costa: solo
se es libre si se vive en un Estado libre y el pueblo se da sus propias leyes[2].
La República lo es todo, el individuo es
apenas una parte de ella. En estas tierras se viste, inicialmente, de
aspiraciones y palabras; se decanta en la pluma de un Juan Germán Roscio
jurista y patriota, pero sobre todo “civil
y cívico”. Se convierte en exhortación revolucionaria en los discursos de Coto
Paúl, encendidos de “fervor patriótico” y expresados en una “sociedad” que se
apellida con el mismo nombre de aquella fervorosa invocación.
Pero
llega el día en que la pluma se alarga y se acera, convirtiéndose en espada; la
negra levita del seminarista, se troca en vestimenta militar improvisada; las
mesas y los pupitres de célibe impronta escolar, se convierten en parapetos
para una infantería bisoña y mal preparada; los portones de las iglesias fungen
como gólgotas para la crucifixión de mártires; y la impronta de los que luchan
se toca, aunque modesta y pobremente, de uniformes, charreteras y sables.
Sí:
se trata de la guerra. Y con ella, vienen “los
soldados”, los protagonistas de la gran gesta emancipadora y al frente de
ellos el personaje que habrá de consolidar en sus acciones, palabras, proclamas
y discursos, un sincretismo que acompañará la historia política patria desde
allí y para siempre: Simón Bolívar,
Libertador, el máximo exponente del
republicanismo bolivariano.
Se
dará entonces la existencia de dos republicanismos a lo largo de nuestra
historia: “el republicanismo racional cívico” y “el republicanismo militar de la acción”. Dos peligros que nos
acecharán a lo largo de toda nuestra vida política, incluso (especialmente) en
los días que corren: uno, la tendencia a un “republicanismo
moralista civil y cívico”, pero tremendamente débil; y otro, “el republicanismo de corte renacentista”,
con su afán de grandeza, expedito,
militar, de acción pura, aquel que caracterizara la verba galleguiana como “republicanismo del ademan y del gesto”.[3]
Del “gesto” (el “geste francés”) como arresto
de violencias nocturnales, acompañadas del frío acero de las armas; del “ademan” como acción tumultuaria e
intimidante, basada en el poder indiscutible
del fuego arrasador y de sentirse heredero de glorias pasadas, albacea
indisputable de la impronta de Bolívar y garante de la existencia de la “Patria”, sus “instituciones” y su “pueblo”.
Del vivac venimos y hacia allá siempre iremos, reza la sentencia ineluctable[4].
Mientras,
el resto de la sociedad, incapaz de entender su papel y obnubilada por un
discurso proteccionista de su padre indiscutible Bolívar y su albacea
indiscutido, el Ejército, cae sumisa ante el “ademan” y temerosa frente al “gesto”.
Pero, peor aún, cuando convertida en turbamulta, apela a la invocación
desesperada de su presencia como una deidad guerrera de su propio Valhala
nórdico o acaso un Marte redentor desde alturas olímpicas, para que venga a su rescate contra los
monstruos que su propia mal entendida “civilidad”
ha creado. Es una sociedad sobre la cual “el
uniforme, la cachucha y el entorchado”
ejercen particular fascinación.[5]
Y
montada en una cureña de existencia cuasi sempiterna, guarda celosa el cañón que la
agrede en unas oportunidades y la protege en otras. Mientras vela su sueño el “gendarme necesario” que de vez en cuando
o de cuando en vez, decide apelar a su “ademan”
y a lo que cree es su románticamente francés “beau geste”.
Así
las cosas, es reiterativa en los comunicados de los golpistas de uniforme en
sus proclamas y mensajes a la nación, en la oportunidad del manazo, la
invocación a una “patria en peligro” y
al cumplimiento de su “sagrado deber”
en protegerla, invocación cargada de “impronta
republicana”.
Las “Fuerzas Armadas han resuelto poner término
a una situación angustiosa” , “el comando de la guarnición ha decidido asumir
una actitud responsable y patriótica” [6] más
allá de las fórmulas protocolares de carácter oficial o las verbalizaciones
grandilocuentes para tapar reales intenciones, detrás de estos actos de habla,
de incuestionable fuerza ilocucionaria (de subyacente fondo perlocucionario),
hay una invocación a un deber sagrado, derivado de la percepción republicana de
las virtudes cívicas, interpretadas claro desde un fondo que en lugar de
instrumentos de escritura o de labranza,
guarda cañones, proyectiles y naves de guerra. Aún más, sin importar el
sesgo ideológico que tenga la asonada,
esto es, sea de izquierdas o de derechas, la invocación es similar, en suma: “la Patria de Bolívar en peligro y nosotros
los hombres de armas cumpliendo con nuestro sagrado deber de defenderla”.
De
modo que es oportuno preguntarse ¿Se trata de una suerte de venezolanismo
militar o más bien de pretorianismo venezolano? Si entendemos a la “venezolanidad”
como el conjunto de creencias, valores y costumbres que definen una identidad
venezolana y al “venezolanismo” como
una expresión material de esa “venezolanidad
o un modismo de venezolanidad”, pareciera no existir la posibilidad de
calzarle un apellido de naturaleza cuartelaria como “militar”. Por mucha fascinación que lo militar tenga sobre el
común de los venezolanos, en especial sus himnos, invocaciones patrias y exhibiciones
de poder de fuego, no es posible acuñarle a todos y todas (para ser consistente
con aquello de “la igualdad de género”),
además como absoluto universal, ese “vínculo
inevitable con lo castrense”. En Venezuela y tal como lo manifiesta el
profesor Domingo Irwing, pudiéramos estar en presencia, desde 1908 y con la
creación de un Ejército Nacional organizado y profesional, de una sociedad
pretoriana, entendida esta última desde lo que al respecto definen los teóricos
estadounidenses de las relaciones civiles y militares Samuel P. Huntington y Amos Perlmutter.
Siendo
entonces una sociedad pretoriana que se pasea del control medio y al bajo, con
el magro deseo de una civilidad, en apariencia minoritaria, de llegar algún día
a una sociedad democrática consensuada, con una institución militar bajo
control civil - esto es, en ejercicio pleno del viejo republicanismo racional
cívico y civil – existe entonces en el seno del estamento militar la convicción
de que tiene un papel actoral en la conducción del país y cuando alguna facción
de cierta importancia en términos de cuantía, no está conteste con la marcha de
la instituciones, se siente entonces con el derecho inalienable e
imprescriptible de echar mano del “ademan
y del gesto”, para “corregir” la
marcha de lo que considera institucionalmente erróneo.
Asimismo,
la sociedad civil (incluyendo en este conglomerado a todo lo que no es militar)
cuando estima que las instituciones son erráticas o transitan por un camino “no deseado” invoca la presencia de los
hombres de armas, expresamente y/o a través de algún artilugio jurídico (como
en la actualidad la invocación al artículo 350 de la Constitución Nacional o en
el caso de la Junta Patriótica en 1957, que exigiese a la institución armada el
cumplimiento de los deberes que le imponía la Constitución de 1953) para la resolución del o los conflictos que
las “instituciones civiles” no son
capaces de resolver.
Arribamos
entonces a la asignación, por propia voluntad o por invocación oportuna del
sector civil, del “golpe como oficio político-militar”. Esta oportunidad resulta
tentadora para arrojarse en los brazos de un intento de pergeñar ideas.
Son
deberes del estamento militar en Venezuela (deber establecido además en todos
nuestros estructuras jurídicas, al menos desde 1908) en tiempos de guerra, la
defensa de la soberanía nacional, expresada en la protección y defensa del
territorio nacional, y en tiempos de paz, la garantía del orden interno y la
paz pública, mediante la seguridad del cumplimiento de las leyes. Añádase a
estas obligaciones el aparente oficio del “Golpe
de Estado”, sin mención expresa pero de “consentimiento
colectivo”. Al otorgarle a los militares la capacidad para interferir como
actores políticos, olvidando su condición de institución al margen de la
defensa de un proyecto político en particular, se les está abriendo el camino
para que intervengan bajo cualquier circunstancia, esto es, que el estamento
militar como un todo o apenas un grupo influyente de aquel, intervenga en la
cosa pública, derroque el sistema político imperante o haga exigencias
enérgicas en un ejercicio parcial del “ademan
y del gesto”.
Esa
ha sido nuestra fortuna o acaso nuestra desgracia. Y la interferencia militar,
como lo explicamos en líneas previas, no puede atribuirse únicamente a un “calamitoso destino que viene desde la
impronta bolivariana”, se trata tal vez - al menos la evidencia empírica
conspira para pensarlo - de una sociedad de tendencia pretoriana, que se debate entre
controles altos y controles bajos de lo civil sobre lo militar, pero que se
niega a abandonar su impronta cuartelaría por aquello de que “Seguro mató a
Confianza”… “Si vis pacem parabelum”…o…
¡Viva Gómez y adelante!…
[1] “Estas vías servirán como guía general, mientras que para el caso
específico de Venezuela serán de gran importancia aquellas estudiadas y
expuestas por Luis Castro Leiva. Estas vías de las que hemos venido hablando
son: 1) La vía del Atlántico, que trascurre a través de Maquiavelo y Harrington
(Estados Unidos de América) 2) La vía de Roma-Francia:
Maquiavelo-Rousseau-Montesquieu. 3) La vía del Derecho Romano 4) La vía de las Belles Lettres.” Jasen Ramírez, Victor Genaro; Pág.4
[2] “…si un ciudadano desea mantener su libertad debe asegurarse de vivir en
un sistema político en el que no exista ningún elemento de poder discrecional
(…) se debe vivir en un sistema en el que el poder único de la promulgación de
leyes resida en el pueblo o sus representantes acreditados (…) Si y solo sí se
vive en un sistema de autogobierno semejante podrá privarse a los gobernantes
de todo poder de coacción discrecional (…) Desde esta perspectiva del ciudadano
individual, las alternativas son escuetas: a menos que se viva bajo un sistema
de autogobierno se vivirá como esclavo (…) solo se puede ser libre en un Estado
libre…” Skinner, Quentin; La
libertad antes del liberalismo. Pág.51 y 52.
[3] “Que la moral de las virtudes ciudadanas – del civismo – puede
interpretarse de diferentes maneras en el
republicanismo porque se la ha interpretado y practicado de muy diversas
maneras, y que en la confrontación entre sus diferentes versiones el civismo pasivo es y ha sido menos
digno de admiración que el civismo
activo. Que el mundo de las leyes de los “ciudadanos nocionales” es menos excitante y por lo tanto más
apático y tanto menos moral que la sobreexcitación de los hacedores del gesto moral
turbulento de la república romántica de la decisión. Puesto de modo más
sencillo que hay un republicanismo de
las paradas y del lance y hay un republicanismo
de leyes morales universales. El uno más intuitivo – por tanto más
encarnado y encarnable – y más poblado de pasiones y deseos humanos que el
otro, cual es contra-intuitivo y abstracto, magisterial y pedante en su
abandono de la encarnación histórica para ser solo lo que es: esencialmente
verbo amonestador y conciencia de universalidad y de idealismo impracticable,
precisamente por tener que renunciar a la razón práctica (…) el republicanismo
renacentista y su culto a la grandezza refuerza
los arranques románticos y voluntaristas que son tan propios de lo que llamara
en el contexto de Gallegos el republicanismo
del ademan y del gesto.” Castro
Leiva, Luis; Ese Octubre nuestro de
todos los días…Pág. 43 y 76. Las negrillas son nuestras…
[4] “…el Ejército de diciembre de 1935, es una institución armada (…) a la
cual se han implantado las más modernas ideas (…) de patriotismo, de exaltación
de los héroes militares de la Independencia, del culto a la figura de Simón
Bolívar, de la obligación moral de los oficiales, y de que la nación es el ejército y el ejército es la nación (…) el
bolivarianismo entendido por López Contreras podría dotar a su gobierno de una
filosofía de acción y una “armazón” ideológica, cercana a los principios de
patriotismo y nacionalismo, que el Ejército asumía como banderas, como herederos perpetuos de las glorias de
Bolívar.” Cardozo-Buttó-Ramos, El incesto Republicano…. Págs. 103 y
113. Las negrillas son nuestras…
[5] “Así pues el proyecto militar y su incesto con las fuerzas civiles de la
sociedad venezolana, encuentra basamento en la idea primigenia de que este país
es producto de la concepción militar-política de los padres fundadores. Idea
secularmente enraizada en el imaginario colectivo nacional. Ello explica porque
en Venezuela es posible un proyecto pretoriano, cuando no abiertamente
militarista, desde comienzos del siglo XX. La venia de la sociedad civil al
respecto es la mezcla de su incapacidad ante la fuerza – física y discursiva –
y de admiración soterrada por el verde oliva.” Cardozo-Buttó, El incesto Republicano… Pág.15.
[6] El primero de las actos del habla aquí transcrito
corresponde a un fragmento del acta constitutiva de la junta militar de
gobierno que se instalase el 23 de enero de 1958, con ocasión de la partida del
general Marcos Pérez Jiménez. El segundo, en el otro extremo del espectro
político, pertenece al manifiesto al que le diesen lectura radial los oficiales
navales alzados, el 4 de mayo de 1962, con ocasión de la rebelión militar de la
guarnición de Carúpano y que se denominara con posterioridad El Carupanazo.