2020, querámoslo o no, trajo un nuevo proceso electoral, convocado, a reiterada solicitud, por nuestro inefable Presidente Obrero. Hoy estamos viviendo los "acontecimientos en pleno desarrollo" y que no se ofenda el tuerto fablistán uruguayo, por el uso sin permiso de su frase de marras, porque más a propósito: imposible. Estamos
acostumbrados a las “prestidigitaciones electorales”
de estos señores “rojos-rojitos”.
En
otro orden de ideas, no pocos compatriotas, por su supina ignorancia, especialmente en
relación a nuestra historia patria, suponen tales abusos y arbitrariedades “muestras únicas” de esta gleba narco y que socialista, empotrada por fuerza en el poder político y en los tiempos venezolanos que corren. El espejo
de nuestra historia política provee reflejos pedagógicos que acaso sirvan para dos
propósitos: el primero, como evidencia empírica (posiblemente inconfutable) que
“no todo tiempo pasado fue mejor”. El
segundo, que las malas prácticas para perpetuarse en el poder político y su
usufructo, al menos en Venezuela, pareciesen no ser privativas de esta
deleznable banda carmesí que hoy nos dirige; antes por el contrario, lucen venir
rodando desde nuestra pretérita impronta, como herencia poco apreciada para algunos, pero como legado político para todos y que pareciera inevitable sufrir al fin. Vayamos a su encuentro.
El 1º de septiembre de 1897 se llevó a cabo un proceso electoral en el
país, que, previamente y durante la campaña electoral de los candidatos en
liza, parecía prometer un “final feliz”
en muchos y variados sentidos. En primer lugar, podía decirse al final de la
campaña y por el respeto mostrado por el Ejecutivo Nacional hacia los contendores,
que las viejas costumbres autocráticas habían llegado definitivamente a su fin,
arribando Venezuela a la condición de país “civilista”
y por tanto “civilizado”. En segundo
término, que la vieja promesa política del “sufragio
libre”, enarbolada en las banderas de un Ezequiel Zamora vengador, durante la Guerra Larga, tendría
al fin correlato material, al ser promulgado y ratificado definitivamente como
derecho en la Constitución de 1893. Finalmente, que los tiempos de las
montoneras sangrientas, propias de gamonales en defensa de sus intereses
regionales particulares, quedarían, de una vez y para siempre, defenestrados,
virtud de este ejercicio libérrimo del derecho político ciudadano.
Concurrían a aquella contienda cinco candidatos. En principio, el
general Ignacio Andrade, representando la facción dominante, vale decir, el “candidato” del general Joaquín Crespo
Torres, Héroe del Deber Cumplido, el Taita, el hombre fuerte de la República y,
por supuesto, Presidente de los Estados Unidos de Venezuela. La segunda opción,
con bastante chance por cierto, era representada por el Partido Liberal
Nacionalista, en la persona del díscolo y curioso general José Manuel
Hernández, mejor conocido como “El Mocho”, héroe de Orocopiche, manco de Los Lirios y señor de
afanes levantiscos, quien, según nos narra el Doctor Ramón J. Velásquez “…contaba
con partidarios en Carabobo, Lara, Zulia, los Andes y Guayana…”[1].
Iba de tercero en esa carrera, pero con poco chance, el Doctor Juan Pablo Rojas
Paúl, ex-presidente de la República y mejor conocido entre la gente
(especialmente los caraqueños) como cara
e’gallina, hombre de muchas dudas en torno a sus “muy mudables lealtades” pero “aún
amarillo” en cuanto a sus creencias liberales y, en consecuencia, dudoso él
del “amarillismo” de Andrade. Iba en
esa contienda como cuarto candidato, el general Francisco Tosta García, héroe
militar de su tiempo, hombre de particular impostura, escritor, periodista y,
por añadidura, también adversario militante de Andrade por su pasado conservador y, por ende, según Tosta, “poco confiable”. Finalmente,
abanderado del novel socialismo en nuestra tierra, promovido por una naciente
organización política conocida como Partido Popular, el general, poeta y
escritor Pedro Arismendi Brito.
La parla popular caraqueña habría acuñado su respectivo lema, respecto
de los “intereses” de cada uno de
ellos: Andrade iría tras “las mesas”
(electorales, se entiende); Hernández tras “las
masas”; Rojas Paúl, con fama de “curero”,
lo haría tras “las misas”; Brito,
poeta al fin, tras “las musas”; y,
finalmente, Tosta, rochelero y con fama de galán, tras “las mozas”. La mesa estaba servida entonces y el pueblo “en masa”, acudiría a “las mesas" electorales a depositar
su voto “por el candidato de su
preferencia”, a los fines de la escogencia de sus magistrados, como
corresponde a un "pueblo libre", de "impronta republicana" y bajo "el imperio de la
ley". El 31 de julio de 1897, al despuntar la noche, obscuros figurones fueron
aproximándose a Caracas, enfundados en gruesas cobijas, armados de revólveres,
sables y machetes, con el objeto de tomar las plazas públicas, lugares emblemáticos dónde
tendría lugar el proceso eleccionario. En otros predios nacionales, se procedió
a la recluta forzosa de hombres jóvenes “ante
cualquier eventualidad” y una combinación de soldados y fuerza pública, al
servicio de alcaldes y jefes civiles, se sirvieron tomar los registros
electorales y las mesas de votación.
El “crespismo”
por órdenes directas del señor general Presidente de la República, se servía “tomar por motivos de seguridad pública”
los espacios dónde tendrían lugar las elecciones presidenciales. Acota el
Doctor David Ruiz Chataing, en su biografía del general Ignacio Andrade, que la
mesnada armada crespista “…impidió a los
adversarios hacerse representar en las mesas de inscripción y votación, así
como en las Juntas Inspectoras de las Inscripciones y Registro Electoral… (…) y
con el apoyo de las autoridades, votaron repetidas veces los asustados hombres
del campo, falseándose el “sufragio popular”…”[2]. El voto
de esos “asustados hombres de campo”
fue obligatoriamente consignado a favor del señor general Ignacio Andrade (sable y revólver en mano mediante, portados por buena parte de sus conmilitones), candidato del también señor general Presidente Joaquín Crespo Torres. El
editorial del 2 de septiembre de 1897, correspondiente al periódico El
Pregonero, relata algunas de las incidencias de aquel proceso electoral,
específicamente en la ciudad de Caracas y en los siguientes términos:
“A las 12 de la noche ya las
plazas estaban ocupadas semimilitarmente y desde esa hora hasta la 5 de la
mañana acabaron de entrar a la ciudad todos los que habían de votar con los de
la ciudad en las mesas del Distrito Federal. Notábase que la mayor parte de esa
recluta electoral llevaban (sic), ostensiblemente, armas. Muchos de ellos
espadas, revólveres y machetes los más, medio escondidos debajo de la cobija
que les colgaba del brazo. A su frente se encontraban conocidos jefes civiles,
oficiales y comisarios de Aragua, de los pueblos de los Altos, de Los Teques,
Carrizales, Baruta, Cortada del Guayabo, Altos de Mariches, Guarenas y Santa
Lucía.”[3]
Electores de otras regiones, armados “ostensiblemente”;
intimidando a los electores de la oposición política y “movilizados” por el crespismo para impedir el desarrollo natural y
libérrimo del proceso. Continúa el editorial de El Pregonero:
“A varios jefes civiles de las
parroquias se les hizo presente la ley de elecciones por la cual los electores
debían votar en su respectiva parroquia. Del
mismo modo se les pidió el desarme de los grupos acampados en las
plazas, pues su actitud amenazante no convenía al ejercicio de un derecho
político en que la ciudadanía no tiene otra arma que el derecho al sufragio. En
las parroquias de San Juan, Altagracia, La Pastora, Santa Teresa y Santa
Rosalía, sucedía lo mismo que en Catedral: fueron rechazados los grupos
antagónicos a Andrade que querían votar.”[4]
Otro diario capitalino, esta vez El Tiempo, también en su editorial del
2 de septiembre de 1897, desliza:
“El atentado político que
presenció ayer la capital, es la solución que siempre ha dado el partido
(liberal amarillo) a los problemas políticos. Examinemos el asunto con relación
a los jefes civiles, obligados por la Ley a orientar y defender a los vecinos
del municipio, en relación al derecho natural violado por la invasión de ciudadanos
armados de otros distritos, y los andradistas incapaces de tener electores en
Caracas, los traen de Miranda e invaden con ellos, a media noche la capital,
ocupan las plazas públicas señaladas por los jefes civiles para realizar la
elección y entonces rechazan a los que, en grupos pacíficos, llegaron a la hora
precisa sin divisas, garrotes ni machetes a ejercer el acto legal más
importante que pueda realizarse en una República.” [5]
Y continúa en tono más grave y acusatorio:
“Con las mesas electorales
ocupadas por gente armada, el sufragio quedaba, de hecho, anulado, las
garantías constitucionales violadas y desconocida la organización democrática
de la República. Como el candidato Ignacio Andrade desempeñó en los últimos
meses la Presidencia del Estado Miranda, reclutaron gente en Guarenas, Guatire,
Santa Lucía, Los Teques y peones de todas las haciendas de esa región. Se trataba
de un asalto brutal de los forasteros sobre Caracas, pues no podían triunfar
legalmente. Con este golpe prueba la oligarquía amarilla que no respeta el
derecho ajeno, que no acepta los comicios conforme a la ley y que está
dispuesta a dominar el país por las malas y aunque el país los rechaza.”[6]
Ciento veinte y tres años nos separan de aquellos acontecimientos.
Estampas parecidas a las narradas, especialmente en los editoriales de los
diarios El Pregonero y El Tiempo, por testigos
presenciales además de aquellas enojosas circunstancias, nos han rodeado en
casi todo el acontecer electoral que hemos vivido en Venezuela desde el año 2014. Seis
años ininterrumpidos de gente armada, intimidante, de comportamiento total y
absolutamente violatorio de los derechos políticos ciudadanos, consagrados
además en el ordenamiento constitucional y electoral vigente, impidiendo además
el ejercicio del voto por todos los medios o ejerciéndolo en lugares, mesas y
tiempos no cónsonos con la ley, son parte de nuestra realidad electoral hoy.
Pareciese una suerte de herencia maldita o el recurso inevitable de los que
persiguen su perpetuación en el poder político, a todo trance y evento.
Acotamos la existencia de este pasado, para que sirva de enseñanza a todos
nosotros en estos tiempos de obscuridad y para que, de una vez y para siempre,
tengamos clara una verdad catedralicia, esta es, que el poder no es un simple
espacio o ejercicio común del dominio de unos sobre otros: el poder es una
enfermedad capaz de producir los comportamientos políticos más abyectos. Imposible evitar
su acción contaminante…Preparémonos para otro episodio más de ignominia y
oprobio, porque esta oligarquía roja, como su par amarilla de hace más de un
siglo y así lo afirmase el editor de El Tiempo entonces: “…no acepta los comicios conforme
a la ley…y está dispuesta a dominar el país por las malas, aunque el país la
rechace.”
[1] Velásquez,
Ramón J; Joaquín Crespo, el último caudillo liberal. Tomo II. BIBLIOTECA
BIOGRÁFICA VENEZOLANA. EL NACIONAL.BANCO DEL CARIBE. Caracas, 2010. Pág.107
[2] Ruiz
Chataing, David; Ignacio Andrade. BIBLIOTECA BIOGRÁFICA VENEZOLANA. EL
NACIONAL. BANCO DEL CARIBE. Caracas, 2010. Pág.55
[3] Velásquez…Op.Cit…Pág.109
[4] Velásquez...Idem…Pág.110
[5] Velásquez…Ibíd…Pág.111
[6]
Velásqueza…Ibíd…Pág.112