28 de abril de 2018

¿POR QUÉ MADURO NO CAE?: un intento histórico político de explicación venezolana…

Los que vivimos en la Venezuela de hoy, escuchamos formularse la pregunta que titula este artículo, tanto a propios como a extraños, reiterada y obstinadamente. En el contexto de la peor crisis económica, política y social de nuestra historia contemporánea y una de las más graves (no la única por cierto) de nuestra historia republicana, cabe siempre preguntarse ¿Cómo es posible que no se haya producido en el país una importante conmoción nacional? ¿Por qué la gente opta por huir en lugar de luchar? ¿Qué mantiene a Nicolás Maduro, el peor presidente de la historia republicana contemporánea (con muchísimo), firme en el poder político? Esotéricas y de impronta hechicera muchas las explicaciones; histórico políticas algunas. Intentamos entonces con esta, pergeñar ideas empíricas respecto de  las segundas. Vayamos a su encuentro.

El General Juan Vicente Gómez Chacón fue Presidente de la República hasta su muerte y por la no menos módica suma de 27 años (1908-1935). El General Eleazar López Contreras lo sucedió y culminó su período sin conmociones sustantivas (1935-1940), no obstante haber enfrentado un primer año de gobierno con importantes conflictos políticos y sociales. El General Isaías Medina Angarita (1940-1945) renunció al cargo en medio de una rebelión militar sorpresiva (1945), promovida por menos del 20% de la oficialidad profesional de entonces, quienes en su mayoría aspiraban a reivindicaciones profesionales, sociales y económicas. Posiblemente de haberlos atendido a tiempo, acaso el General Medina hubiese culminado su mandato sin mayores inconvenientes, pero eso es ucronía y no pretendemos entrar en el nebuloso mundo de la lucubración.

Rómulo Gallegos (1947-1948) fue derrocado por esos mismos militares, en medio de una crisis política de importantes consecuencias, que hizo eclosión en 1948. Esos mismos oficiales de las Fuerzas Armadas gobernaron el país por 10 años consecutivos (1948-1958), cometiendo dos fraudes electorales sustantivos y con un período (1953-1958) que fuera caracterizado en Venezuela, hoy día e incluso por sus detractores, como uno de los más brillantes en términos económicos, sociales, de paz social y estabilidad política hasta su momento. Culminó con el abandono del cargo del General Marcos Pérez Jiménez,Presidente en funciones, en medio de una crisis económica, política y social de cierta magnitud, junto a un cerco internacional a los gobiernos militares suramericanos de su tiempo.

Ningún gobierno del tiempo de la Democracia de Partidos (1958-1998) resultó derrocado. Incluso los gobiernos de Rómulo Betancourt (1959-1964) y el segundo de Carlos Andrés Pérez (1989-1993), no pudieron ser defenestrados por rebeliones militares y en el caso del primero, aún con un intento fallido de magnicidio, que persiguiese finalmente un desenlace en esa dirección. Ambos se caracterizaron por contextos políticos, económicos y sociales muy complejos, si se les compara con sus contextos, reiteramos, políticos, económicos y sociales precedentes. Dicho en términos más simplistas: siempre se transitó la senda de “mal en peor” o al menos los adversarios políticos en cada tiempo histórico y sus  medios de comunicación social propaladores, así se dieron la tarea en señalar. Entonces ¿Tienen los venezolanos contemporáneos sangre de horchata? ¿Acunan en sus almas complejos profundos de mártires del Gólgota? O antes por el contrario ¿Han alcanzado una tan "ínclita madurez política" que no obstante la “crisis horribilis”, los hace pensar más en los votos que en las balas?

La explicación, según este investigador, parece tener que ver con tres componentes esenciales: una importante parte de la sociedad cómplice y promotora de la concusión y el cohecho, comportamiento de origen fonotípicamente histórico; la indiferencia colectiva frente al destino del país que se habita como "República", ignorando supina y mayoritariamente el significado del concepto; y, finalmente, el apoyo irrestricto del componente militar al sostenimiento del orden político, funcionando como lo hace un ejército de ocupación en un país derrotado.

Comencemos por la primera de esas componentes: las sociedades cómplices. Ciertamente, no es la venezolana la única de las sociedades cómplices en la historia política mundial. Como ejemplos palmarios tenemos a la sociedad alemana frente a los horrores del nazismo y la persecución judía; una importante parte de la francesa frente a la ocupación alemana, durante la Segunda Guerra Mundial y en la delación, además de persecución, de sus propios compatriotas en resistencia; la silente sociedad checa mientras duró el imperio del terror de Reinhard Heydrich; las sociedades argentina y chilena durante los gobiernos protagonizados por las Fuerzas Armadas como colectivos sociales corporativizados; parte de la sociedad siria frente a las matanzas de Duma y Guta oriental; una sustantiva representación social hebrea frente a la expoliación y matanza del pueblo palestino; además de un largo etcétera que la evidencia empírica, luz meridiana en las Ciencias Sociales, provee a manos llenas.

Las “sociedades cómplices” parecieran serlo por dos razones fundamentales: miedo y corrupción. Ambos son componentes esenciales de una misma motivación: la supervivencia. Existen gobiernos “especialistas” en el manejo de esos “instrumentos de naturaleza estrictamente humana”, tremendamente eficaces en el mantenimiento del control social. Durante el tiempo de la llamada (por la izquierda venezolana) “lucha armada”, específicamente durante el gobierno presidido por el Dr. Rafael Caldera Rodríguez, en el contexto de la aplicación práctica de su muy afamada "Política de Pacificación", a los “detenidos”, especialmente los más connotados guerrilleros, se les conducía a los llamados “vuelos de la muerte”, tal cual aquellos célebres de sus pares en los gobiernos australes, en este caso militares argentinos y chilenos, pero con una variante muy venezolana, además de una eficacia respaldada por argumentos de una indiscutible y "bien elocuente" solidez material. A bordo de un helicóptero Bell Ranger, con las compuertas de vuelo abiertas, se colocaba al “detenido” en la disyuntiva de “salir despedido al vacío” o aceptar una maleta rellena de billetes (variante criolla bien propia). Apenas unos pocos resultaron ser “Ícaros por convicción ideológica”, los demás, mirando de soslayo el esmeraldino color que dimana de la moneda estadounidense, “cayeron derrotados” en sus, hasta ese lucrativo momento, “férreas convicciones ideológicas”.

Lo que tratamos de mostrar en el párrafo anterior es que, antes de morir en lucha desigual, el venezolano contemporáneo común parece preferir asirse a cualquier oportunidad de hacer parte de la "lucrativa cadena de montaje", que rueda inexorable hacia “la magnífica oportunidad” de hacer dinero o, al menos, "manque sea fallo", obtener una prebenda, por pequeña que sea, por ejemplo, una bolsa de comida en un contexto general de hambre compartida. El gobierno de la gerontocracia cubana castrista es “un verdadero sabio experto” en la administración de estos miserables mecanismos de control social, mismos que ha extendido "con particular eficacia y eficiencia" a su provincia del sur, otrora llamada Venezuela independiente. Pero es que lo propio hizo con suficiencia magistral Pérez Jiménez en el período de oro (1953-1958); lo ejercitó también el General Gómez, siendo continuado, aunque en una pírrica medida, sobre todo en lo militar, por los Generales López y Medina. Los adecos se apropiaron del mismo accionar no solo en el Trienio (1945-1948) donde hicieron lujos de sus “mágicas aplicaciones” (siendo señalados por sus adversarios hasta la saciedad por corruptos, cohechadores y traficantes de influencias), sino durante todos los ocho lustros que se extendió la Democracia de Partidos, junto a sus adversarios políticos, pero sobre una misma acera de poder: los “católicos, apostólicos y romanos” copeyanos.

Hoy y aquí, así lo hace el gobierno del Presidente Maduro. Podríamos decir que de esa infortunada administración, por decir lo más benévolo, cuelga una “neo-oligarquía roja”, corrupta, cohechadora y concusiva, de la que se desprende una “clase media” de reciente data y un funcionariado que, aunque mal pagado, tiene al menos la posibilidad de “comer algo” respecto de una inmensa mayoría que compromete lo poco que le queda de ahorros en la única inversión significativa: “comprar comida”. En el peor de los casos, esa mayoría languidece hurgando dentro de la basura para buscar el diario sustento alimenticio, alternando esa práctica, los más osados y para sobrevivir, con el atraco a mano armada (hasta con pedazos de vidrio como arma punzo penetrante), para ver cómo se procuran al menos un mendrugo de algo informe, para engañar con triste descaro el vacío estómago. La tan mentada “Caja CLAP” o la posibilidad de ser preso, torturado o muerto en una ergástula, son mecanismos de una eficiencia incontrovertible para contener a las grandes mayorías. La prebenda directa, materializada en dólares, poder, camionetas, espalderos en motos de alta cilindrada y ambientes urbanos de lujosa habitación, libres de peligro, con asistencia médica de punta totalmente garantizada, además de vacaciones principescas, son algunos de los “disfrutes” que como miembro de esta “Nomenklatura roja criolla” esperan como incentivos a quien se rinda a las veleidades del poder. Un aproximado de 7,5 millones de venezolanos en ambas condiciones, sean oligarcas o funcionarios prebendados y sus familiares, balan tras el canto pastor de Nicolás Maduro. Los hubo ayer, los hay hoy y los habrá mañana. El asunto es de “pueblos” no de “sistemas políticos, económicos y sociales”.

El venezolano común, en su inmensa mayoría, pobre, preterido, presa de la ignorancia, muchas veces negligente y obnubilado por una suerte de sufrimiento inveterado, siempre ha sido indiferente al “destino de la Patria”. No habiendo tenido claro el concepto de República, ha marchado ciego tras los cantos de sirenas, vindicativos en la mayoría de los casos, de los líderes carismáticos de turno. El sueño por una “vida mejor” que nunca llega o llegará, lo hace terminar en la misma pobreza endémica de todas sus horas pasadas o haciendo parte de alguna banda local o nacional, que habita en la borrosidad de la política de albañal con la corrupción y el hampa común. Símil del crimen organizado (porque hoy día no hay parte de nuestro continente latinoamericano dónde prohombre y gusano no bailen de consuno, si de intereses pecuniarios se trata), sus capos y métodos de ascender, la política nuestra es un marasmo en cuyas miserias se regodean sus protagonistas. Pero no fue distinto en el pasado, solo con la única diferencia de que el hampa común “estaba allá” y se le “contrataba” para el “trabajo sucio” a cambio de hacerse la fuerza pública de la “vista gorda”; hoy hace parte del gobierno, de los cuerpos deliberantes y de todas las instancias de poder municipal, muy especialmente de aquel denominado con rimbombancia panfletaria “Poder Popular”.

La clase media intelectual, profesional, técnica y comercial-bancaria, al menos en la historia contemporánea y tras el inicio de la industria petrolera, no es más que un subproducto de las oligarquías de turno, más que una consecuencia natural del progreso económico y social de un colectivo llamado país, dotado desde un principio de un plan coherente de desarrollo económico, más allá de banderías partidarias y que impulse desde abajo el crecimiento de las grandes masas de preteridos. Antes por el contrario, surge de un determinado sistema político quien en el reparto del botín a sus seguidores, genera cierta actividad económica que permite la formación de retículas medias funcionariales, que dan vida al aparato económico y social del sistema político de turno. Esa forma de “construir país” nos persigue inclemente y cuando el sistema político que da origen a su dinámica social propia, fenece de muerte súbita o cáncer social, termina cayendo la estructura social, cuesta abajo en su rodada, especialmente la clase media, también de turno, para dar paso a la repetición del mismo mecanismo perverso de construcción de clases, una y otra vez...

Maduro está construyendo su “clase media roja”, aquella para quien (para nada) es indiferente el destino de la “Revolución Bonita”, pero para la moribunda clase media de la “IV República” solo hubo tres caminos: unirse a los pobres históricos;  conservar con gran sacrificio sus ya magros privilegios añosos; o, finalmente, huir hacia otros predios más promisorios fuera de su Patria, en suerte de exilio voluntario. Los primeros terminaron siendo indiferentes por la derrota y por la costumbre que ya existe entre los pobres históricos; los segundos se dieron a la tarea obsesiva de contar “los segundos” que les quedaban entre sus decadentes e inalcanzables privilegios añosos, dados los precios que la hiperinflación impuso, siendo ya, por mera constitución, indiferentes a su inexorable destino; los terceros, tienen por fuerza que ser indiferentes, al enfrentar la dureza del despertar de un sueño en tierras extrañas, siendo inmigrantes obligados, impelidos también por la supervivencia. La indiferencia también es cuestión de “pueblos”, que no de sistemas políticos y por muy lerdo que sea el Primer Magistrado Nacional, zoquete no es y él lo sabe, contimás su entorno, en particular la gerontocracia palera antillana, que lo sustenta cada vez con mayor fuerza, bajo el influjo de los "bawalaos" ideológicos.

El Ejército Nacional profesional fue una creación depurada, encuadrada y terminada por los Generales José Cipriano Castro Ruiz, Juan Vicente Gómez Chacón y Eleazar López Contreras. Un Ejército concebido, junto a una red carretera nacional, para “mantener el orden interno” condición sine cua non para lograr el tan ansiado (y nunca por desgracia alcanzado) “progreso nacional”. Dotado de los principios esenciales de su existencia, estos son, la disciplina, la obediencia y la subordinación (el famoso DOS sobre el que se basa toda la pirámide doctrinaria militar institucional venezolana), el Ejército Nacional sirvió de sostén de los tres primeros gobiernos del positivismo venezolano, que vio la luz en las primeras cuatro décadas del siglo XX en Venezuela. El glorioso Ejército Nacional, “heredero de las glorias épicas de la Patria Bolivariana”, encaminó al país hacia la modernidad, siendo dotado entonces de cierto poder arbitral sobre la vida política de la nación venezolana.

Pero, paradójicamente, fueron los civiles venezolanos (tanto la llamada civilidad radical democrática como la civilidad democrática conciliadora), los que confirieron al Ejército Nacional su papel de “actor de primer orden en la vida política nacional”, en lugar de su mera condición arbitral. Los civiles siempre convocaron a los militares para “obrar contra el orden viciado”, bajo el pretexto inexcusable de cumplir “su sagrado deber para con la Patria”. Y estando en el usufructo del poder, trataron de dividirlos o utilizarlos como si se tratara de eunucos intelectuales o brutos congénitos por aquello de haberse convertido en militares de profesión. Sobre las bayonetas de los soldados se han sostenido, en nuestra historia política nacional contemporánea, todos nuestros gobiernos. “Héroes y villanos”, alternativamente, han sido en los últimos 80 años.

Y cada vez que los han convocado, tienen plena certeza de su llegada pero su partida, más temprano que tarde, se torna en constante incertidumbre, pregunta obligante de imperiosa respuesta. De la misma consistencia moral que nos caracteriza a todos los venezolanos (nuestros militares no vienen de Marte), pero dotados del libérrimo arbitrio, así como del poder legítimo, derivados ambos de la posesión indiscutible del máximo poder de fuego, así como de la posibilidad de decidir, sin perjuicio de ninguna especie, sobre la vida y a muerte de cualquier cristiano en nuestros predios nacionales, son presas fáciles de la concusión, el cohecho y el inefable tráfico de influencias, cayendo aún más estrepitosamente que los civiles en la procelosa corriente del billete fácil. Eso también lo sabe Maduro; de hecho, son ellos los que, de alguna u otra forma, lo han puesto allí, porque fue uno de ellos, contimás líder carismático dominador, quien así lo dispusiese. A ellos parte y reparte, a saco lleno, la riqueza hoy día nada fácil, producto de la escasa comercialización del también escasamente disponible aceite negro.

De forma y manera que una sociedad cómplice o al menos buena parte de ella, un venezolano común indiferente a su suerte y una Fuerza Armada al servicio de sus intereses pecuniarios, profesionales y  técnicos “como garantes del orden interno” sostienen como pilares de piedra al gobierno de Nicolás Maduro Moros, Primer Mandatario Nacional quien, además, se reelegirá en los últimos comicios donde los venezolanos que concurran a las urnas (las electorales, porque a las funerarias ya concurrieron 135 jóvenes venezolanos sin que terminase ocurriendo absolutamente nada), culminarán ejerciendo, por última vez en nuestra historia política nacional, su derecho al voto “libre, universal, directo y secreto”, derecho político que no albergamos duda alguna, desaparecerá con la aprobación por parte de la Asamblea Nacional Constituyente, de su nuevo corpus constitucional de redacción estrictamente antillana, con aires de habanera sumisión. No hay manera: mediocritas lex, dura  lex…