12 de septiembre de 2020

…Y el tren se llevó el encanto…

Los trabajos escritos acerca de la historiografía política venezolana, exigen la rigurosidad formal del trabajo académico; solo siendo así, pueden ser consistentes con (y en) la seriedad de sus contenidos. Ahora bien, cuando se trasciende cierta edad, sin lustre y brillantez particular digna de mención pública, como parte inequívoca de ese abigarrado montón anónimo que significa la gran mayoría de la población, aun siendo (más bien habiendo intentado serlo) del oficio académico, se desea atender más al recuerdo, la rememoración y se es tentado, en grado sumo, por la reflexión final, destinada a las generaciones que vienen detrás y, acaso, por pretensión pedagógica, para las que vendrán. Este servidor considera haber llegado  a esa oportunidad cronológica de la vida y, en tal sentido, las referencias historiográficas desempeñarán en estas líneas eso: el papel de referencias indispensables para precisar protagonistas, lugares y testimonios. La reflexión política personal dominará el texto y este servidor se entregará, finalmente, a ella, acaso como testimonio en cierto sentido, de quien viviera en esa Venezuela que se marchó inexorablemente y de cuya memoria histórica intentaremos nutrirnos.

Para cuando se escriben estas líneas, aún faltan diez y siete días para conmemorar un aniversario más de aquella triste mañana en la que un grupo armado, atacase a un tren (paradójicamente de los últimos en funcionamiento pleno en Venezuela) destinado a llevar pasajeros con la única intención de pasar un rato de solaz esparcimiento. Familias con niños, jóvenes parejas y, acaso, algún grupo de amigos para divertirse, ocupaban en esa ocasión las doscientos y más plazas de aquella caravana de diez vagones, halados por una máquina diésel, con su respectiva dupla conductora: José Peña y Martín Rojas. Era la mañana del domingo, 29 de septiembre de 1963.

Nada hacía presumir que pudiera tratarse de una travesía distinta de todas las anteriores pero, desde al año anterior, al haberse producido las asonadas de mayo y junio en Carúpano y Pto. Cabello (Carupanazo y Porteñazo) protagonizadas en su mayoría por oficiales navales adscritos a los batallones de infantería de marina, el tren llevaba la custodia de un par de escuadras de guardias nacionales, armados de subametralladoras y sus jefes de revólveres. Un sargento (una especie entonces escasa en la Guardia Nacional, porque para serlo había que largar el alma) y ocho guardias, custodiaban ese transporte turístico. El sargento Saturnino Reyes, de 35 años de edad, tenía la responsabilidad de mando sobre ese breve destacamento.

Si Reyes contaba con treinta y cinco abriles cumplidos para esa fecha, su año natalicio bien pudiese ser ubicado, como mínimo, en 1928. Quien sabe cuántos de aquellos años tendría en la Guardia Nacional de Venezuela, para haber alcanzado entonces el grado de sargento; es posible que ya hubiese servido en ella por casi cuatro lustros. Ahora, jefe del par de escuadras destacadas en el tren con destino al parque de El Encanto, pasaba también el tiempo, quizás mirando de soslayo las “gracias” que adornasen a un par de muchachas quienes, durante la travesía, hubiesen tratado de buscarles conversación a él y algunos de sus compañeros. El deber suele ser laxo durante los domingos de guardia. Nunca se presume el peligro.

 

El tren hizo un par de paradas. La gente miraba pasar el selvático paisaje, algunos descuidados del entorno, conversaban animados entre promesas de un “día sabroso” y de “sorpresas por venir”, tal cual solía ocurrir con los venezolanos de entonces, dotados de cierta candidez campesina, sobre todo en los sectores populares.  Acaso uno que otro niño acusando hambre mañanera, hubiese preguntado a la madre cuando podrían entrarle “a los sanduches” de mortadela con mayonesa y “al Toddy” que llevaban en los “Thermos”. “Eso es pa’l almuerzo, muchacho. Cuando lleguemos…”.

Y llegaron al túnel…Y el tren se puso obscuro. Una detonación; luego el grito; par de tableteos de subametralladoras. Cae un guardia. Confusión, tiros y se hace la luz de nuevo. En el tren hay olor a pólvora; también hay humo. Entre lecos, se abren paso unos muchachos que gritan consignas, nombres: Olga Luzardo, Toribio García, Italo Sardi…FALN. Un hombre alto, joven, con una boina negra, tocada de enseña roja, asume el mando. Gira instrucciones para hacerse de las armas, manda pintas en paredes y máquina. Cómo epílogo, ordena al maquinista que se devuelva y después del túnel, en un recodo de la vía, hay tres carros esperándolos y se bajan los asaltantes; van dos de las muchachas quienes, desde temprano, estuvieran “coqueteándoles” a los guardias. Peña y Rojas se devuelven y cuando llegan al parque El Encanto, avisan de lo ocurrido. Mujeres y niños se cuentan entre los heridos. Allá quedaron regados los “sanduches de mortadela”. Los Thermos se hicieron añicos. No habrá asueto dominguero. La carrera militar de Reyes ha terminado, lo mismo para cinco de sus compañeros: todos quedaron tendidos en alguna parte del tren.

Para el 30 de septiembre ya se sabe públicamente quiénes fueron. Elementos de las recién fundadas Fuerzas Armadas de Liberación Nacional, han asaltado el tren, así lo atestiguan “las pintas rojas”  escritas apresuradamente con “sprays” sobre la máquina y las paredes de la estación.  Nadie alcanza a saber porque y mucho menos la intención resulta clara. Los más sesudos, tanto autoridades como el común, no dejan de hacerse las eternas preguntas de rigor ¿Pero cuál sería el objetivo estratégico? ¿Cuál la intención política y militar? Y más de uno, de aquellos sempiternos aficionados a responsabilizar al gobierno por todo lo malo, argumentará: “Esa fue la Digepol para culpar a los comunistas, porque Rómulo hace rato que les tiene ganas”.

Ciertamente habían sido “los comunistas revolucionarios”, más concretamente, la Brigada Nº1, unidades tácticas de combate (UTC) adscritas a ella, parte orgánica integrante en Caracas de las FALN, Fuerzas Armadas de Liberación Nacional. El gobierno, ipso facto, ordena la detención domiciliaria preventiva de los diputados del PCV y del MIR, mientras solicita a la Corte Suprema de Justicia se sirva considerar el allanamiento de la inmunidad parlamentaria de los referidos diputados, retenidos ya en sus casas. Guillermo García Ponce por el PCV y Domingo Alberto Rangel por el MIR, se desmarcan del ataque y niegan cualquier participación en el hecho. Aun así, toda la directiva de ambos partidos y su representación parlamentaria, son sujetos, se reitera, de allanamiento de sus domicilios, así como de la inmunidad; luego son conducidos presos al cuartel San Carlos, en la ciudad de Caracas. Ambos partidos quedan ilegalizados y proscritos. Se inicia la larga noche de los comunistas y el ocaso de su imagen como luchadores por la reivindicación social y política de las mayorías: el peso de las muertes es mucho y el fracaso táctico aún mayor. El gobierno de Betancourt se anota “un triunfo” y lo que según el Dr. Ernesto Guevara (Comandante Che) debería pertenecer “al porvenir del imperialismo por entero”, se hace denominador común en la izquierda radical venezolana, a partir de tan inefable sin sentido: “la crisis y la derrota”.

Durante años esa “izquierda radical” venezolana, no reconocerá la autoría de aquel hecho, antes por el contrario, sus más  connotados dirigentes lo negarán. Más tarde, ante el poder de la evidencia, involucrarán a Teodoro Petkoff Malek en su comando y perpetración, por cierto inconsulta e independiente. PetKoff Malek tratará de defenderse, muchas veces inútilmente, de tan injusta acusación hecha “al voleo” y no sin cierta intención política oculta. Finalmente, derrotada la aventura guerrillera armada, los dirigentes (García Ponce entre otros) llegarán a decir que ese ataque habría resultado ser “responsabilidad de la acción arbitraria de alguna renegada unidad de nuestro aparato militar”.

En 1998 triunfa en las elecciones el comandante Hugo Chávez Frías, no pasando mucho tiempo antes que los entonces olvidados guerrilleros de los años 60, jefes algunos de la llamada con rimbombancia “lucha armada” (Alí Rodríguez Araque, Clodosvaldo Russian, Carlos Lanz, María León, Guillermo García Ponce, Juan Carlos Parisca, etc…), hagan su aparición como figuras singulares (y actorales) del gobierno y, por ende, sistema político en turno. Algunos llegan a convertirse en figuras de muy alta jerarquía en el Ejecutivo Nacional (Rodríguez Araque) y, llegado el momento, el gobierno termina confesándose “Socialista”. Fidel Castro logra al fin “hincarle el diente” a una muy querida presa petrolera, cabeza de playa representativa de sus “más caros anhelos revolucionarios” en América del Sur y hoy Venezuela encarna “la provincia más sureña” de Cuba la bella, cuna del “paraíso rojo castrista”. Los otrora derrotados comunistas, se yerguen vencedores en una versión no tan santa de su credo revolucionario: la Revolución Bolivariana. Pero qué más da: ya es antillana de forma y fondo, y baila al son que el castrismo toque.

Pero al fin  ¿Quién asaltó el tren de El Encanto? ¿Quién ejecutó la operación? CLIMAX es una sección muy interesante del medio electrónico conocido como “El Estímulo”. Dedicada a la difusión, entre otros temas, de nuestra historia política contemporánea, con ocasión de los 50 años del ataque al tren de El Encanto, hizo una crónica sobre el particular, crónica que titulase “La verdadera historia del tren de El Encanto”. Cuando terminaban la reseña, el redactor, según afirma en la misma crónica, hizo contacto con el cineasta Luis Correa (dos de sus más conocidas películas “Ledezma, el caso de Mamera” y “Se llamaba SN”). Correa, militante del PCV durante los tiempos de las FALN, resultó ser el jefe de la Brigada Nº1, esto lo convierte en el responsable sobre la ejecución de la operación sobre el tren de El Encanto.

De hecho, le reconoce al cronista de CLIMAX, la planificación y ejecución de aquella “operación militar” según su propia definición, con el conocimiento y bajo autorización del comando de las FALN, más concretamente de Guillermo García Ponce. Correa hace saber, según propio testimonio, que el ataque se debió a que, según informaciones de inteligencia, se determinó que a bordo del tren habría un cargamento de armas. La “operación” estaría destinada a su “expropiación revolucionaria”. La mortandad se produjo, según el cineasta, al haber sido descubiertos por un guardia, al caérsele el arma a una de las dos muchachas combatientes que los acompañara. Repreguntado por el redactor si la dirigencia tanto del PCV como del mando militar de las FALN, estuviesen enterados de la operación, Correa no dudó en afirmarlo categóricamente.

Luis Correa murió aquel año, a causa de un enfisema pulmonar, a la edad de 73 años. De haber estado vivo el sargento Saturnino Ruiz, habría tenido para ese momento 85 años. Cuando Correa ejecutó “impecablemente”  aquella “operación militar” contaba con la edad de 23 años. Le sustrajo a Ruiz su vida “en combate no tan glorioso”  y vivió la suya no tan “buenamente”. El último puesto que desempeñó fue, paradójicamente, el de Jefe de Seguridad en una dependencia del gobierno actual.

Esta es una página más de nuestra historia contemporánea venezolana, no muy diferente a otras en nuestra impronta histórica republicana. Unos individuos que, descuidadamente o acaso por impericia, maldad o mala intención, dejan que unos hechos se susciten, esperando como “caimán en boca de caño” el resultado de las acciones de un grupo de muchachos bisoños, sin experiencia y entrenamiento o plena convicción de realidad, imbuidos más de una suerte de romanticismo decimonónico, lleno de consignas, cancioncitas, banderas al vuelo y clarines sonoros. Las mismas escenas heroicas que solían verse pintadas en los murales de la Rusia moscovita de tiempos estalinianos y aún se ven en la Corea del Norte del adiposo dictadorzuelo de la deleznable dinastía Kim. Símiles de las desleídas vallas del castrismo cubano, sistema político hoy tan corrupto y codicioso como aquel de sus viejos enemigos postrimeros de los años cincuenta. “La misma vaina” diría aquel totalmente desprovisto del almidonado prestigio de la vieja academia.

A estas alturas uno no deja de volverse a preguntar, cuando se entera del fallecimiento de dos niñas argentinas de once años, en la frontera paraguaya, “combatientes heroicas” del Ejército del Pueblo Paraguayo; cuando mira las caras confundidas de sus pares, también niñas combatientes de la disidencia de las FARC o del “revolucionario” ELN ¿Hasta cuándo han de existir estos miserables que amparados en sus “discursos revolucionarios” arrastran a estos muchachos hasta un infierno de confusiones en nombre “la reivindicación de los pobres y desamparados” y una idea siempre difusa de “libertad y democracia”? ¿A cuántos habrán de arrancarles el encanto de una vida? Y así, como lo hicieran entonces los otros aquella mañana del 29 de septiembre de 1963, seguirán montando a niñas y niños en el tren de la estulticia, de los odios inútiles, reproductores en esencia de decepción y llenos del castigo del olvido. Y como aquella mañana, el tren se llevará su encanto y el encanto de todas las horas que podrían haber sido mejores y, al final, no les quedará otra cosa que reconocer que el tren, aquel miserable tren, se llevó el encanto de su juventud.