Los trabajos escritos acerca de la historiografía política venezolana,
exigen la rigurosidad formal del trabajo académico; solo siendo así, pueden ser
consistentes con (y en) la seriedad de sus contenidos. Ahora bien, cuando se
trasciende cierta edad, sin lustre y brillantez particular digna de mención
pública, como parte inequívoca de ese abigarrado montón anónimo que significa
la gran mayoría de la población, aun siendo (más bien habiendo intentado serlo)
del oficio académico, se desea atender más al recuerdo, la rememoración y se es
tentado, en grado sumo, por la reflexión final, destinada a las generaciones
que vienen detrás y, acaso, por pretensión pedagógica, para las que vendrán.
Este servidor considera haber llegado a
esa oportunidad cronológica de la vida y, en tal sentido, las referencias
historiográficas desempeñarán en estas líneas eso: el papel de referencias indispensables para precisar protagonistas,
lugares y testimonios. La reflexión política personal dominará el texto y
este servidor se entregará, finalmente, a ella, acaso como testimonio en cierto
sentido, de quien viviera en esa Venezuela que se marchó inexorablemente y de
cuya memoria histórica intentaremos nutrirnos.
Para cuando se escriben estas líneas, aún faltan diez y siete días para
conmemorar un aniversario más de aquella triste mañana en la que un grupo
armado, atacase a un tren (paradójicamente de los últimos en funcionamiento
pleno en Venezuela) destinado a llevar pasajeros con la única intención de
pasar un rato de solaz esparcimiento. Familias con niños, jóvenes parejas y,
acaso, algún grupo de amigos para divertirse, ocupaban en esa ocasión las
doscientos y más plazas de aquella caravana de diez vagones, halados por una
máquina diésel, con su respectiva dupla conductora: José Peña y Martín Rojas.
Era la mañana del domingo, 29 de septiembre de 1963.
Nada hacía presumir que pudiera tratarse de una travesía distinta de todas
las anteriores pero, desde al año anterior, al haberse producido las asonadas
de mayo y junio en Carúpano y Pto. Cabello (Carupanazo
y Porteñazo) protagonizadas en su mayoría por oficiales navales adscritos a
los batallones de infantería de marina, el tren llevaba la custodia de un par
de escuadras de guardias nacionales, armados de subametralladoras y sus jefes
de revólveres. Un sargento (una especie entonces escasa en la Guardia Nacional,
porque para serlo había que largar el alma) y ocho guardias, custodiaban ese
transporte turístico. El sargento Saturnino Reyes, de 35 años de edad, tenía la
responsabilidad de mando sobre ese breve destacamento.
Si Reyes contaba con treinta y cinco abriles cumplidos para esa fecha, su
año natalicio bien pudiese ser ubicado, como mínimo, en 1928. Quien sabe
cuántos de aquellos años tendría en la Guardia Nacional de Venezuela, para
haber alcanzado entonces el grado de sargento; es posible que ya hubiese
servido en ella por casi cuatro lustros. Ahora, jefe del par de escuadras
destacadas en el tren con destino al parque de El Encanto, pasaba también el
tiempo, quizás mirando de soslayo las “gracias”
que adornasen a un par de muchachas quienes, durante la travesía, hubiesen
tratado de buscarles conversación a él y algunos de sus compañeros. El deber
suele ser laxo durante los domingos de guardia. Nunca se presume el peligro.
El tren hizo un par de paradas. La gente miraba pasar el selvático paisaje,
algunos descuidados del entorno, conversaban animados entre promesas de un “día sabroso” y de “sorpresas por venir”, tal cual solía ocurrir con los venezolanos
de entonces, dotados de cierta candidez campesina, sobre todo en los sectores
populares. Acaso uno que otro niño
acusando hambre mañanera, hubiese preguntado a la madre cuando podrían entrarle
“a los sanduches” de mortadela con
mayonesa y “al Toddy” que llevaban en
los “Thermos”. “Eso es pa’l almuerzo, muchacho. Cuando lleguemos…”.
Y llegaron al túnel…Y el tren se puso obscuro. Una detonación; luego el
grito; par de tableteos de subametralladoras. Cae un guardia. Confusión, tiros
y se hace la luz de nuevo. En el tren hay olor a pólvora; también hay humo.
Entre lecos, se abren paso unos muchachos que gritan consignas, nombres: Olga
Luzardo, Toribio García, Italo Sardi…FALN. Un hombre alto, joven, con una boina negra,
tocada de enseña roja, asume el mando. Gira instrucciones para hacerse de las
armas, manda pintas en paredes y máquina.
Cómo epílogo, ordena al maquinista que se devuelva y después del túnel, en un
recodo de la vía, hay tres carros esperándolos y se bajan los asaltantes; van
dos de las muchachas quienes, desde temprano, estuvieran “coqueteándoles” a los guardias. Peña y Rojas se devuelven y cuando
llegan al parque El Encanto, avisan de lo ocurrido. Mujeres y niños se cuentan
entre los heridos. Allá quedaron regados los “sanduches de mortadela”. Los Thermos se hicieron añicos. No habrá
asueto dominguero. La carrera militar de Reyes ha terminado, lo mismo para
cinco de sus compañeros: todos quedaron tendidos en alguna parte del tren.
Para el 30 de septiembre ya se sabe públicamente quiénes fueron. Elementos
de las recién fundadas Fuerzas Armadas de Liberación Nacional, han asaltado el
tren, así lo atestiguan “las pintas
rojas” escritas apresuradamente con “sprays” sobre la máquina y las paredes
de la estación. Nadie alcanza a saber
porque y mucho menos la intención resulta clara. Los más sesudos, tanto
autoridades como el común, no dejan de hacerse las eternas preguntas de rigor
¿Pero cuál sería el objetivo estratégico? ¿Cuál la intención política y militar?
Y más de uno, de aquellos sempiternos aficionados a responsabilizar al gobierno
por todo lo malo, argumentará: “Esa fue
la Digepol para culpar a los comunistas, porque Rómulo hace rato que les tiene
ganas”.
Ciertamente habían sido “los
comunistas revolucionarios”, más concretamente, la Brigada Nº1, unidades
tácticas de combate (UTC) adscritas a ella, parte orgánica integrante en
Caracas de las FALN, Fuerzas Armadas de Liberación Nacional. El gobierno, ipso facto, ordena la detención
domiciliaria preventiva de los diputados del PCV y del MIR, mientras solicita a
la Corte Suprema de Justicia se sirva considerar el allanamiento de la
inmunidad parlamentaria de los referidos diputados, retenidos ya en sus casas.
Guillermo García Ponce por el PCV y Domingo Alberto Rangel por el MIR, se
desmarcan del ataque y niegan cualquier participación en el hecho. Aun así,
toda la directiva de ambos partidos y su representación parlamentaria, son
sujetos, se reitera, de allanamiento de sus domicilios, así como de la
inmunidad; luego son conducidos presos al cuartel San Carlos, en la ciudad de
Caracas. Ambos partidos quedan ilegalizados y proscritos. Se inicia la larga
noche de los comunistas y el ocaso de su imagen como luchadores por la
reivindicación social y política de las mayorías: el peso de las muertes es
mucho y el fracaso táctico aún mayor. El gobierno de Betancourt se anota “un triunfo” y lo que según el Dr.
Ernesto Guevara (Comandante Che) debería pertenecer “al porvenir del imperialismo por entero”, se hace denominador
común en la izquierda radical venezolana, a partir de tan inefable sin sentido:
“la crisis y la derrota”.
Durante años esa “izquierda radical”
venezolana, no reconocerá la autoría de aquel hecho, antes por el contrario,
sus más connotados dirigentes lo
negarán. Más tarde, ante el poder de la evidencia, involucrarán a Teodoro Petkoff
Malek en su comando y perpetración, por cierto inconsulta e independiente.
PetKoff Malek tratará de defenderse, muchas veces inútilmente, de tan injusta
acusación hecha “al voleo” y no sin
cierta intención política oculta. Finalmente, derrotada la aventura guerrillera
armada, los dirigentes (García Ponce entre otros) llegarán a decir que ese
ataque habría resultado ser “responsabilidad
de la acción arbitraria de alguna renegada unidad de nuestro aparato militar”.
En 1998 triunfa en las elecciones el comandante Hugo Chávez Frías, no
pasando mucho tiempo antes que los entonces olvidados guerrilleros de los años
60, jefes algunos de la llamada con rimbombancia “lucha armada” (Alí Rodríguez Araque, Clodosvaldo Russian, Carlos
Lanz, María León, Guillermo García Ponce, Juan Carlos Parisca, etc…), hagan su
aparición como figuras singulares (y actorales) del gobierno y, por ende,
sistema político en turno. Algunos llegan a convertirse en figuras de muy alta
jerarquía en el Ejecutivo Nacional (Rodríguez Araque) y, llegado el momento, el
gobierno termina confesándose “Socialista”.
Fidel Castro logra al fin “hincarle el
diente” a una muy querida presa petrolera, cabeza de playa representativa de
sus “más caros anhelos revolucionarios”
en América del Sur y hoy Venezuela encarna “la
provincia más sureña” de Cuba la bella, cuna del “paraíso rojo castrista”. Los otrora derrotados comunistas, se
yerguen vencedores en una versión no tan santa de su credo revolucionario: la Revolución Bolivariana. Pero qué más
da: ya es antillana de forma y fondo, y
baila al son que el castrismo toque.
Pero al fin ¿Quién asaltó el tren de
El Encanto? ¿Quién ejecutó la operación? CLIMAX
es una sección muy interesante del medio electrónico conocido como “El Estímulo”. Dedicada a la difusión,
entre otros temas, de nuestra historia política contemporánea, con ocasión de
los 50 años del ataque al tren de El Encanto, hizo una crónica sobre el
particular, crónica que titulase “La
verdadera historia del tren de El Encanto”. Cuando terminaban la reseña, el
redactor, según afirma en la misma crónica, hizo contacto con el cineasta Luis
Correa (dos de sus más conocidas películas “Ledezma,
el caso de Mamera” y “Se llamaba SN”).
Correa, militante del PCV durante los tiempos de las FALN, resultó ser el jefe
de la Brigada Nº1, esto lo convierte en el responsable sobre la ejecución de la
operación sobre el tren de El Encanto.
De hecho, le reconoce al cronista de CLIMAX, la planificación y ejecución
de aquella “operación militar” según
su propia definición, con el conocimiento y bajo autorización del comando de
las FALN, más concretamente de Guillermo García Ponce. Correa hace saber, según
propio testimonio, que el ataque se debió a que, según informaciones de
inteligencia, se determinó que a bordo del tren habría un cargamento de armas.
La “operación” estaría destinada a su
“expropiación revolucionaria”. La
mortandad se produjo, según el cineasta, al haber sido descubiertos por un
guardia, al caérsele el arma a una de las dos muchachas combatientes que los
acompañara. Repreguntado por el redactor si la dirigencia tanto del PCV como
del mando militar de las FALN, estuviesen enterados de la operación, Correa no
dudó en afirmarlo categóricamente.
Luis Correa murió aquel año, a causa de un enfisema pulmonar, a la edad de
73 años. De haber estado vivo el sargento Saturnino Ruiz, habría tenido para
ese momento 85 años. Cuando Correa ejecutó “impecablemente” aquella “operación
militar” contaba con la edad de 23 años. Le sustrajo a Ruiz su vida “en combate no tan glorioso” y vivió la suya no tan “buenamente”. El último puesto que desempeñó fue, paradójicamente,
el de Jefe de Seguridad en una dependencia del gobierno actual.
Esta es una página más de nuestra historia contemporánea venezolana, no muy
diferente a otras en nuestra impronta histórica republicana. Unos individuos
que, descuidadamente o acaso por impericia, maldad o mala intención, dejan que
unos hechos se susciten, esperando como “caimán
en boca de caño” el resultado de las acciones de un grupo de muchachos
bisoños, sin experiencia y entrenamiento o plena convicción de realidad,
imbuidos más de una suerte de romanticismo decimonónico, lleno de consignas,
cancioncitas, banderas al vuelo y clarines sonoros. Las mismas escenas heroicas
que solían verse pintadas en los murales de la Rusia moscovita de tiempos
estalinianos y aún se ven en la Corea del Norte del adiposo dictadorzuelo de la
deleznable dinastía Kim. Símiles de las desleídas vallas del castrismo cubano,
sistema político hoy tan corrupto y codicioso como aquel de sus viejos enemigos
postrimeros de los años cincuenta. “La
misma vaina” diría aquel totalmente desprovisto del almidonado prestigio de
la vieja academia.
A estas alturas uno no deja de volverse a preguntar, cuando se entera del
fallecimiento de dos niñas argentinas de once años, en la frontera paraguaya, “combatientes heroicas” del Ejército del
Pueblo Paraguayo; cuando mira las caras confundidas de sus pares, también niñas
combatientes de la disidencia de las FARC o del “revolucionario” ELN ¿Hasta cuándo han de existir estos miserables
que amparados en sus “discursos
revolucionarios” arrastran a estos muchachos hasta un infierno de
confusiones en nombre “la reivindicación
de los pobres y desamparados” y una idea siempre difusa de “libertad y democracia”? ¿A cuántos
habrán de arrancarles el encanto de una vida? Y así, como lo hicieran entonces
los otros aquella mañana del 29 de septiembre de 1963, seguirán montando a
niñas y niños en el tren de la estulticia, de los odios inútiles, reproductores
en esencia de decepción y llenos del castigo del olvido. Y como aquella mañana,
el tren se llevará su encanto y el encanto de todas las horas que podrían haber
sido mejores y, al final, no les quedará otra cosa que reconocer que el tren, aquel
miserable tren, se llevó el encanto de su juventud.