En una nación dominada por eso que el escritor Gabriel García Márquez
llamaba “realismo mágico”, podemos
llegar a esbozar la idea de una suerte de número cabalístico en tanto los líderes
que la han llevado como pasajera en sus carretas, algunas ruidosas y
tumultuarias, otras bajo ataque y, finalmente, en unas tan derruidas, que
apenas pudieron lidiar con los guijarros de caminos pedregosos.
Sí, ciertamente, se trata de mi Venezuela querida, a quien se me antoja
imaginar como una morena bellísima, de curvilíneas formas, con ojos lánguidos y
lágrimas secas de tanta decepción. Sentada en el borde de la puerta trasera,
descalza y pobre, balanceando descuidada sus pies, al son de la marcha del
rústico vehículo, sujeta además a las letanías del “amanecido” que la va llevando, promesas al viento por un futuro
mejor; realidad que se troca en amargura por no lograrlo nunca. Allá va, dócil,
lista para ser tomada por otro soñador, aventurero o loco de atar, quien se
inicia con buenas intenciones y no tarda, transcurrido el tiempo, en
maltratarla una vez logrados “sus favores”,
para luego dejarla cuando la carreta desvencijada por el mal uso, reclama se
apeen sus pasajeros y el carretero, muerto, ido o asesinado, los ha dejado allí
a la espera de otro, con otra carreta y otros “cantos”. Ella es la sirena a quien engañan con sus cantos los
carreteros, al contrario de la mar dónde es
la sirena quien engaña a los marinos con sus cuitas; y allí se monta,
esperanzada, creyéndose el cuento…
Siete han sido esos “carreteros”
y siete “sus carretas” de promesas.
Simón Bolívar, José Páez, Antonio Guzmán, Cipriano Castro, Juan Gómez, Rómulo
Betancourt y Hugo Chávez. Nombrados así sin tanta pompa, tienen realmente
nombres simples, más allá de sus improntas. Deliberadamente les he nominado
como podrían haberse llamado de ser carreteros de verdad y no los líderes
carismáticos dominadores que llevaron a su nación al través de sus accidentadas
vidas. Fueron ellos, sus ideas, su discurso político, sus ejecutorias y acciones,
los que construyeron las vidas de esas “morenazas”
que hoy siguen contemplando la llegada de otro “salvador engalanado”. No son ellas las que se buscan una vida:
esperan confiadas a que se las construyan los viandantes, especialmente si
llevan carretas y, porque no, automóviles.
En 1826, el señor General Simón Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar,
Palacios y Ponte vive uno de sus mejores momentos. Es el líder carismático
dominador de un movimiento que ha liberado del imperio español al entonces
Virreinato de la Nueva Granada y a la Capitanía General de Venezuela. Pero da,
acaso, un primer mal paso político: se empeña en convertir a Venezuela en
provincia de una nueva nación que propone, bautizándola como Colombia y cuya
capital debe ser, por aquello de la impronta virreinal, Santa Fe de Bogotá.
Craso error, a nuestro muy humilde modo de ver; persuadido de su poder, de su
ascendiente militar y de sus indiscutibles triunfos, trata de “imponer” su visión, esto es, “su rumbo a la carreta”, no dejando a la
morena otro camino que embarcarse con él en la aventura.
No podía pretender el Libertador, como ya se le conocía, imponerle a una
parte de la gente que había dejado el pellejo en un campo de batalla, algunos
por la gloria que conceden las armas; otros por las prebendas que esperasen; aquellos,
los olvidados, que aguardasen como aves de rapiña, una parte del botín que los
sacara de la pobreza, su completa sumisión a una capital lejana, tal cual
ocurriese en los tiempos de dominio del Imperio Español. Para cuando termina
1830, cuatro años más tarde, luego de haber liberado tres naciones más,
intentado la aprobación de una nueva Constitución e incluso haberse proclamado
dictador, el hombre cuya gloria fuese inmarcesible, la misma que crecería “como crecen las sombras cuando el sol
declina” ha sido extrañado de su propia tierra y en la mayor miseria, se
presenta ante la inevitable parca con camisón y cama prestados, abandonado a su
suerte por todo aquel que un día le jurase “lealtad
eterna”. Suerte de auge y caída; su carreta desvencijada por la ida tras
caminos accidentados y ríos de cursos procelosos, yace a la vera del camino; a
su lado, una bella morena con rebozo y magro saco de pertenencias, espera
sentada la llegada de otra carreta y otro carretero.
A grupa de brioso corcel llega, atrabiliario y retador, sable en mano,
arrogante y displicente, seguido por su gloria guerrera, con su carreta
siguiéndolo, guiado además por llaneros mal encarados, de lanza y cuero
curtido, otro hombre de charreteras bruñidas: José Antonio Páez Herrera, el
Centauro de los Llanos. Y la muchacha se avienta a sus brazos y es llevada en
volandas a su carreta. Vive años de gloria y lujuria; se entrega con pasión a
la impronta del héroe; lo adora y, no contadas veces, lo idolatra. A pesar del
plomo que a veces recibe, Páez lleva su carreta con acierto. Hasta que se
acostumbra a tomar a la muchacha, cuando y como le viene en gana. Cuando han
transcurrido por lo menos cuatro lustros, a Páez ya no lo quieren. Y la
muchacha comienza despreciarlo. Para cuando frisa una edad avanzada, Páez
transita a lomo de burro, llevado por sus captores, con humilde y gastado
sombrero de fieltro amarillo, recibiendo cascotes de naranjas cual humillantes
proyectiles y en lugar de vítores, insultos de variada índole de la misma gente
que un día se rasgase las vestiduras por su honra. Al lado de los restos de su
carreta, una muchacha que ya no lo es tanto, espera un “nuevo mesías”.
Levanta mucho polvo un tropel incontenible de locos enardecidos, guiados al
frente por otro amanecido; tras él marchan los eternos oportunistas; no llevan
carretas, solo sus famélicas cabalgaduras. Vienen gritando venganza y reclaman “tierra y hombres libres”. Sí, en
efecto, se trata de los mientan “los
liberales”. Vienen con ellos años de sufrimiento para la muchachona; todos
la toman y termina con sus ropas raídas, golpeada y humillada. Hasta que un
día, un hombre que parece culto (de hecho lo es y mucho) contrariamente a
aquellos salvajes que sin fórmula de beso, toman lo que es suyo, subiéndose los
calzones con la misma rapidez que consuman el acto, se allega hasta ella y le
promete las bondades del romanticismo francés.
Y la mujer se sube a su calesa. La viste de sedas, brocados y gobelinos
franceses. La hace llamar “ilustrada”
cuando no lo es, acaso porque, a este nuevo carretero, lo nombran sus acólitos
así: “El ilustre Americano”. Antonio
de la Santísima Trinidad y María Guzmán Blanco, de tupida barba y también General, se propone conducir a la
carreta por derroteros de siembra provechosa, caminos pavimentados y palacetes
de blanco mármol de Carrara. A estas alturas, Bolívar ha sido elevado a un
sueño y Páez es apenas mal recuerdo. Uno es “Padre la Patria” y el otro “Padre
de la Oligarquía”, pero en la práctica son apenas eso: meros recuerdos…
Transita la muchacha con Guzmán momentos de gloria; de auge. Guzmán la toma
como quiere y cuando quiere. Está con ella siete años, luego la abandona. Más
tarde son cinco y se va. Luego un día se aparece
y lo aclaman, pero él ya no tiene ganas. Se ha enamorado de La Francia y sus
encantos. La carreta anda a medias; demasiados carreteros la han llevado por
comisión del propio Guzmán. Francisco Linares, quien muere en el intento; Juan
Rojas, quien trata de robársela con todo y morena; Raimundo Andueza, quien se
hace el loco y pretende birlarle vehículo y dama, prometiéndole villas y
castillos. Y por último y esta vez por cuenta del propio Guzmán, un recio
llanero de armas tomar: Joaquín Crespo.
Guzmán no vuelve un día. Se queda con la sofisticación de su francesa de tiempos del Segundo Imperio. Y muere sorprendido una mañana por quien no cree nunca se le allegará: la misma parca que se llevara a Bolívar y a Páez. Un lacónico “perdón” es su última palabra. La muchacha abandonada y perdida, se levanta otra tarde de juerga sin control, creyendo que aquella postrera despedida es con ella. Siempre anduvo soñando…
Crespo la monta con pasión una tarde calenturienta de verano y mientras se acomoda los blancos
calzones de dril, se arrequinta su sombrero alón, se pone su cobija de pelo de
azul intenso y tomando su revólver niquelado, le promete regresar pronto. En su
caballo árabe de gran alzada, sale aquel hombrón que es Crespo a batir a sus
enemigos allá en la llanura que mientan “La
Mata Carmelera”. Se pone al frente de su mesnada famélica a combatir a unos
“enemigos” famélicos por igual. Blanco
fácil resulta aquella rutilante presencia entre tanto gris y marrón, de polvo y
miseria. Cae ruidosa su ampulosa y elegante humanidad, luego de que un certero
balazo le destroza el pecho. Se fue Crespo y con él “la Crespera”. Ya puede ponerse el pelo lizo a quien no le guste “crespo”…
Una vez más, Venezuela queda inerme, si es que alguna vez no lo ha estado. Al pie
de la ensangrentada carreta que dejara Crespo, vuelve a esperar, con sus viejos
vestidos franceses raídos por el uso y el abuso, calzado un pie y otro no. Sin
arrestos de dama ilustrada y perdida en el camino, como parece haberlo estado
desde que se montase con el primer carretero. Esta vez la acompaña una niña que
ha parido al descampado y con ayuda de una comadrona; la ha visto crecer entre
arrieros, aventureros y sinvergüenzas de cuello con corbatas. De militares, la
muchachita ha visto todos los grados y escuchado todos los cuentos. Esta
Venezuela ya vieja y cansada, recibe un día una carreta que viene de lejos. La
lleva uno que se hace llamar Cipriano Castro y también viene con aires de
Revolución, con su respectiva titulación de General. Castro la toma sin
miramientos. La asalta, la hace suya en presencia de su compadre Juan, quien se
limita a contemplar.
Castro le promete que será un nuevo hombre, quien, además, procederá de
buenas maneras. La vieja Venezuela está en trance de muerte, la hija, ya
adolescente, ha heredado por desgracia las costumbres de la madre: cree y es
querendona sin condiciones. A Castro que le gustan las muchachitas, hace caso
omiso de los ruegos de la madre. Una noche se hace de su virginidad, la misma
oportunidad nocturnal en que la madre, Venezuela
liberal, muere entre estertores agónicos. Sin embargo Castro se empeña en “honrarla” y llama a esta muchacha que
la noche anterior ha tomado con lascivia: Venezuela
Liberal Restauradora.
Son casi 10 años en los que la muchacha, heredera de la misma figura curvilínea
de la madre, ha sido llevada por Castro en su carreta. Lo han detenido en el
camino; se ha fajado a tiros con los que intentan asaltarlo; ha desafiado a sus
poderosos enemigos europeos, más fuertes y mejor armados que él; y los ha
vencido a todos, pero, especialmente, gracias a su aliado, socio y compadre
leal: Don Juan.
Pero Castro es díscolo y de bragueta libérrima, terminando esta práctica
por perderlo. Se enferma y abandona a su Venezuela Liberal Restauradora. El 19
de diciembre de 1908, el compadre leal, palurdo y aparentemente dócil, le coge
el maíz volteado por la orilla. Se le mete a la cama a la muchacha una fría
madrugada y la toma con firmeza. Ahora carreta y muchacha le pertenecen. Castro
termina languideciendo en Puerto Rico, tierra para entonces lejana. No lo
quiere ni Venezuela, quien ha cambiado de dueño y menos sus enemigos por fuera.
Gómez le hace cambiar el nombre: ahora es Venezuela,
la Rehabilitadora. Bolívar ha trascendido la realidad; Páez ocupa un sitial
en el panteón de los héroes; y de Linares, Rojas, Andueza y Crespo, ya nadie
quiere oír hablar, al fin y al cabo, son apenas carreteros menores.
Una nueva carreta y un nuevo dueño, quien, dicho sea de paso, no duerme
mucho con ella. Se limita a cuidarla y sacarle provecho mientras pueda. Pero él
nuevo dueño, General también, la encadena; no la deja expresarse. La toma en
silencio como si fuera un frío íncubo; pero eso sí: la alimenta y se preocupa
por su prole. Tiene una hija irreductible a quien le han puesto Venezuela
también, pero ella, clandestina, se hace llamar Democracia. Gómez es duro con
esta muchacha pero ni el cuero, ni la cadena, logran domeñarla. Cinco lustros y
par, corren; Gómez muere en paz en su cama. Carreta intacta, se le ha dotado de
nuevos aditamentos, gracias a la ingente nueva riqueza que provee el lucrativo negocio
del aceite negro. Ya no es carreta, es rutilante automóvil. Democracia se reúne
en secreto con sus seguidores; ella no quiere vivir más el humillante
cautiverio de la madre y de la abuela. Furtivamente se hace tomar por jóvenes
luchadores; ella no tiene dueños, antes por el contrario: ella es su propia
dueña.
Rómulo Betancourt la conoce ya mujer. Ha tratado de conducir su propio
automóvil y está harta de gamonales de uniforme, chopo y machete. Quiere ser
libre. El negro de Guatire la convence que puede serlo y el propio amante es
él. La toma revolucionario entre versos de Neruda y retórica republicana que
viaja de un marxismo de tierra caliente a una social democracia peruana
naciente. “Le mete chola” al
automóvil y va con ella, vestida alegremente de blanco y sin corpiño, luciendo
sus hermosos atributos sin ambages. Rómulo la hace sentir libre, le ha
permitido decidir su propio destino y le promete un futuro mejor, del que ella
puede palpar tangiblemente algunos logros. Pero los que andan con Rómulo (y él
mismo por arrogancia juvenil) meten la pata. Y un día voltean el carro.
Democracia queda mal y muere. Deja una hija que apenas frisa los cinco años. La
llaman, al principio, igual que las abuelas pero, huérfana, queda bajo la
tutela de quienes siempre han mandado a las Venezuelas que la precedieron: los
militares.
Por paradoja, Libertad le han puesto
a la niña. Dicen que es hija de Rómulo, pero no se sabe. Diez años pasa la niña
bajo tutela militar y no le va para nada mal. Pero cada vez que abre la boca,
algún gendarme de guardia le recuerda la trágica muerte de la madre, a manos
del loco del negro Betancourt, el mismo “comunista
miserable” que descarrilara el carro.
A Libertad le celebran sus quince años,
en el Salón que lleva el nombre de su abuela, al son de la orquesta
Billo`s Caracas Boys, llevada del brazo por su padrino el General Marcos Pérez
Jiménez. Es por todo lo alto. Sus amiguitas del Country están allí, pero no las
muchachas más pobres. Ella no pregunta; como siempre se limita a disfrutar y
callar. Su padrino es el hombre del momento. Lo ensalzan hasta en las
publicaciones del exterior. Todos parecen estar pasándola de maravilla y la
plata corre a raudales por las recién inauguradas calles de Caracas. Nada
parece presagiar lo que vendrá.
Para cuando Libertad se apresta a recibir su grado de bachiller, la cosa no
pinta bien. El carro rojo nuevecito que le regaló su padrino, un MG último
modelo, se lo obliga a guardar. Le prohíbe inscribirse en la Universidad
Central de Venezuela y la encierra en la casa de su tío Juan en el Country Club.
Ese año la cosa luce fea. Una madrugada, Libertad es despertada por un tumulto.
Su padrino la dejó y se fue. Su tío Juan se fue de la casa. Entre temerosa y
sorprendida, encuentra los portones abiertos. Es el 23 de enero de 1958. Corre
hacia las avenidas y allí se encuentra con un hombre humilde quien, al
reconocerla, le grita, voz en cuello: “¡¡¡Buenos
días, Libertad!!!” Y allí se queda la muchacha, la hija de Democracia,
nieta de la Rehabilitadora y la Restauradora, petrificada, ausente, temerosa y,
como siempre, esperando.
Bolívar es una gloriosa borrosidad; Páez, el ejemplo del coraje guerrero; Guzmán,
epítome decimonónico del civilizador, con la astucia de un truhan; Castro y Gómez,
las últimas figuras de la historia política tumultuaria, que logra tras
la paz por la vía de los sepulcros, el orden y el progreso. Atrás quedaron sus
carretas, sus cuitas y sus dolores; sus proclamas y sus órdenes; sus ergástulas
y sus muertos. Todos vivieron sus auges y sus caídas pero al fin terminaron
siendo eso: apenas recuerdos. El tiempo los convertirá en olvido o, en el mejor
de los casos, rememoraciones de ocasión. Y Venezuela continuará su vida, porque
todos al fin pasaron con sus carretas y automóviles. Y los de hoy con sus camionetas importadas, sus espalderos mal encarados, a bordo de motos de alta cilindrada, junto a sus arrogantes seguidores en la adulancia, también, inexorablemente: también pasarán…