Dos centurias hacen de aquel
combate, acaso olvido en quienes más jóvenes, poco o nada les interesa la
impronta patria y su avatares, dando por sentada la libertad, concepto que se
invoca solo en tiempos de este malhadado gobierno, como si se tratase de un
apremio actual y como si nunca nos hubiésemos matado por ella. Solo en el
soldado, el que fue, el que es y el que será por vocación, y en aquel que tiene
por desvelo los aconteceres de una Patria, a través del honroso oficio de
investigador y en el más honroso aún de
docente, habitan esos recuerdos: Batalla
de Las Mucuritas, 28 de enero de 1817. Sea propicia entonces la oportunidad
para recordarla y nada más apropiado que hacerlo en tiempo de Pajarillo y en la voz de su líder
victorioso, el Taita, el Catire, el
Centauro de los Llanos: General en
Jefe José Antonio Páez Herrera…
¡Maestro arpisto, arránquese!
…Llanero escribe con alma,
lo que
mira con los ojos…
Corre el 28 de enero de 1817. El
General español Don Miguel de la Torre persigue a los llaneros de Páez al
través de esas estepas resecas por el sol. Lo hace con la marcialidad de la
tropa expedicionaria que ha traído el señor General Don Pablo Morillo. Con sus
húsares de a caballo y sus tropas de infantería veteranas, pretende batir en
sus predios a los dueños y señores de la planicie polvosa: los llaneros. Le han dicho se trata de unos orates que visten de
taparrabos y montan descalzos. El General Páez se refiere a ese día en su
autobiografía:
“El 27 de enero pernoctó Latorre en el hato el Frio, como una legua
distante del lugar que yo había elegido para el combate, y á la mañana
siguiente cuando marchábamos a ocuparlo observamos que ya iba pasando por él.
Entonces tuve que hacer una marcha oblicua, redoblando el paso hasta tomar a
barlovento, porque en los llanos, y principalmente en Apure, es peligroso el
sotavento, sobre todo para la infantería, por causa del polvo, el humo de la
pólvora, el viento y más que todo por el fuego de la paja que muchas veces se
inflama con los tacos.”[1]
Páez los copa. Allí está el
ejército español. Ya no se trata del Ñaña y tampoco de Cervériz. La Torre es un
militar profesional que se ha cubierto de gloria en combates europeos. Mil cien
hombres lleva Páez. Pocos van calzados, pero el acero de las lanzas brilla al
sol, en la punta de las largas varas…
…escribe de los enojos
que lo
llevan a las armas…
“Conseguido, pues, el barlovento en la sabana, formé mis mil cien
hombres en tres líneas, mandada la primera por los esforzados comandantes Ramón
Nonato Pérez y Antonio Ranjel; la segunda por los intrépidos comandantes Rafael
Rosáles y Doroteo Hurtado; la tercera quedó a la reserva a las órdenes del
bravo comandante Cruz Carrillo. Confrontados así ambos ejércitos, salió Latorre
con veinticinco húsares á reconocer mi flanco derecho, y colocándose en un
punto donde podía descubrirlo, hizo alto. En el acto destaqué al sargento Ramón
Valero con ocho soldados escogidos por su valor personal y montados en ágiles
caballos, para que fuesen a atacar a aquel grupo, conminando á todos ellos con la pena de ser pasados por
las armas si no volvían a la formación con las lanzas teñidas en sangre
enemiga.”[2]
Del
lance que lo hace héroe,
en medio de la sabana,
del miedo del español
hacia el
machete y la lanza…
Ocho para
confrontar veinticinco húsares mejor armados, mejor montados y mejor
pertrechados. “Menudo orate, este”
pensará La Torre “…que somos tres a uno…”.
Y allá van entre el polvo y la paja, a galope tendido, los dueños de la sabana.
Mirada febril, lanza en ristre; con los pulgares de los pies en los estribos
llaneros, el resto de los dedos por fuera. Allá van como almas que lleva
Mandinga, en esas noches negras de brujas y espantos, donde el miedo se disipa
con ánimas en los cantos. Son los bravos de Apure, los más bravos entre bravos…
“Marcharon, pues, y al verlos acercar á tiro de pistola, dispararon los
húsares enemigos sus carabinas; sobre el humo de la descarga, mis valientes
ginetes se lanzaron sobre ellos, lanceándolos con tal furor que solo quedaron
con vida cuatro ó cinco que huyeron despavoridos á reunirse al ejército. La
torre de antemano había juzgado prudente retirarse cuando vió á los nuestros
salir de filas para ir á atacarle. No es decible el entusiasmo y vítores con
que el ejército recibió á aquel puñado de valientes que volvían cubiertos de
gloria y mostrando orgullosos las lanzas teñidas en la sangre de los enemigos
de la patria.”[3]
Regresa la
ventolera de acero a sus filas. Lleva en las lanzas la prueba carmesí de quien
es el dueño de las sabanas. La Torre atisba desde la formación “al mal trago darle prisa”…. “Sargento,
mande usted tocar a generala, esto es para hoy, que ya para mañana será tarde…”…:
“Latorre sin perder tiempo avanzó sobre nosotros hasta ponerse a tiro
de fusil; al romper el fuego, nuestra primera línea cargó vigorosamente, y á la
mitad de la distancia se dividió, como yo le había prevenido, á derecha é
izquierda, en dos mitades para cargar de flanco á la caballería que formaba las
alas de la infantería enemiga. Había yo prevenido á los míos que en caso de ser
rechazados, se retirasen sobre su altura aparentando derrota para engañar así
al enemigo, y que volvieran caras cuando viesen que nuestra segunda línea
atacaba á la caballería realista por la espalda. La operación tuvo el deseado
éxito, y pronto quedó el enemigo sin más caballería que unos doscientos húsares
europeos; pues la demás fue completamente derrotada y dispersa.”[4]
Confundidos,
derrotados, sin posibilidad de reagruparse, el rutilante ejército expedicionario,
vencedor de franceses a su tiempo, yace parcialmente derrotado en el campo de
batalla. ¡Ah...el ingenio de mil lances!...¡Ah... el valor de sangre llanera!...¡Ah... la astucia de quien suelta el alma en un solo
dado!:
“Entonces cincuenta hombres, que yo tenía de antemano preparados con
combustibles prendieron fuego a la sabana por distintas direcciones, y bien pronto
un mar inflamado lanzó oleadas de llamas sobre el frente, costado derecho y
retaguardia de la infantería de Latorre que se había formado en cuadro. Al no haber sido por casualidad de haberse
quemado pocos días antes la sabana del otro lado de una cañada, que aun tenía
agua y estaba situada á la izquierda del enemigo, única vía por donde podía
hacer su retirada, hubiera perecido el ejército español en situación más
terrible que la de Cambíses en los desiertos de Libia. En su retirada hubo de
sufrir repetidas cargas de nuestra caballería, que saltaba sobre las llamas y
los persiguió hasta el Paso del Frio, distante una legua del campo de batalla.
Allí cesó la persecución porque los
realistas se refugiaron en un bosque sobre la margen derecha del río, donde no
nos era posible penetrar con nuestra caballería.”[5]
…Y
allá un 28 de enero,
entre el tropel y la grita,
se hizo inmortal el Catire,
en
tiempos de Mucuritas…
Sobre ese
combate escribirá más tarde el propio Morillo “…catorce cargas consecutivas sobre mis cansados batallones me hicieron
ver que aquellos hombres no eran una gavilla de cobardes poco numerosa, como me
había informado, sino tropas organizadas que podían competir con las mejores de
S.M. el Rey…”
¡¡¡Viva
Páez, caracha!!!
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