El título de este artículo
sugiere que este servidor se arroga el prestigio de una luminaria de las letras
castellanas. Del mismo modo, que el personaje del que trataremos de pergeñar
ideas, calza las botas del más grande prócer de la historia patria venezolana,
además de una de las más grandes figuras en la historia republicana mundial. Ni
este servidor tiene el talento de quien creó un título similar, ni mi
personaje, aunque es práctica obsesión en él (heredada por fuerza), ni que
tuviese la mejor disposición, puede introducir su abundosa humanidad actual en
el breve calzado de Simón Bolívar.
Sí, en efecto, pretendo conversar con quien tenga la gentileza en leerme, acerca del Presidente Nicolás Maduro Moros, actual Primer Mandatario de Venezuela y a quien se responsabiliza, con exagerada exclusividad, del inmenso desastre que hoy vive esta la “Patria de Bolívar”, como gusta tanto a sus “rojos” seguidores nominarla. Y pretendo hacerlo, curiosamente en mí, un anónimo adversario contumaz, para discurrir acerca de su vida como ser humano, ante todo y todos, por encarnar ese eterno niño criollo, preso por siempre en su laberinto de dudas, especialmente uno muy parecido a aquel que albergara al minotauro mitológico griego.
Voy a incurrir en un fallo
imperdonable: tutear a un Primer Mandatario. Ni soy su amigo, ni aspiro
serlo; tampoco pretendo ser un Antonio Leocadio Guzmán buscando la gracia de
José Tadeo Monagas. Soy simplemente un venezolano común, como solía decir Tomás
Lander en alguna oportunidad, tratando de cumplir con lo que cree su deber: arrojar
algo de luz, donde reina la obscuridad, sobre todo tratándose de un personaje
nacional a quien se le atribuye (y de hecho buena parte tiene) la culpa de lo
que hoy vivimos. Reitero que no tengo relación amistosa con el Presidente, por
ninguna vía y a través de ningún conocido actual, pero por esas gracias
afectivas y aproximativas aleatorias que tiene mi Patria, hube de conocerlo
tangencialmente de niño; luego de muchacho; más tarde, en esos caminos de Dios
como seguidor del líder carismático del momento, en los tiempos fundacionales y
tumultuosos del Movimiento Quinta República (MVR); y, finalmente, como
sufriente compatriota, en sus infortunadas actuaciones como funcionario público
de alto nivel, todas, en su conjunto, suerte de colcha de retazos mal cocida y
peor terminada.
Nicolás ha vivido eternamente en
un laberinto. Una suerte de espacio engañoso (virtud de sus propias confusiones
nunca resueltas), sin salidas y dónde en algún recodo, inexorablemente, tendría
que enfrentar al minotauro, esa bestia entre toro y hombre que siempre, según
él, encarnado en alguien visto como enemigo, amenazaría con destruirlo. Dédalo
de su propia existencia, Nicolás ha avanzado por ella como elefante en
cristalería. Una suerte de eterno niño perdido, no obstante haber contado con
el afecto incondicional de su madre y de su familia, en especial de algunas de
sus tías, hermanas de la madre, de quienes recibiera particulares cuidados. Un
padre fuerte, sí; severo, sí; ausente en alguna medida, sí, pero al que nadie
puede negarle su claridad política e ideológica, a más de su firme intensión de
velar por la existencia de su familia. Hizo lo mejor que pudo en una nación
signada por el “padre gamonal” y los “escarceos amatorios” por añadidura. Los
hombres tenían que oler a pólvora y tabaco en el siglo XIX; en el XX, después
de Gómez, luego del advenimiento de la democracia romulera y las prácticas
Perezjimenistas, además de agua de colonia, a billete y a “travesura vespertina”.
Avanzó por su laberinto en una
juventud que pugnaba entre la confusión infantil propia del único varón; la
flojera ínsita del adolescente; la marea hormonal y los amaneceres hacia una
torpeza natural, signada sin embargo por un notable talento hacia las artes
escénicas y la música, erróneamente vistas por el padre severo como “arrestos inoficiosos” propios,
precisamente, de la pleamar y la bajamar de esa marea. “De esos oficios no se come”; “esa gente es inútil”; “músico y
parranda, bailan juntos”; “de allí no sale nada bueno”; “lupanar y piano:
Agustín Lara”. Sin embargo le dio por ahí, pero, lamentablemente, aunque
bueno para esas cosas, no disponía del talento suficiente para brillar, una
suerte de búsqueda obsesiva en Nicolás:
brillar, brillar, brillar. La piedra, piedra al fín, no brillará jamás
Nicolás, si no se la trabaja…
Como todo muchacho de alma
sensible, con un progenitor de oficio político, primigeniamente adeco (mote que
distinguiese al militante de Acción Democrática o del Partido Comunista durante
los tiempos del llamado Decenio Militar, nacido de la contracción de las
palabras “acciondemocratista y
comunista”, de allí el vocablo “adeco”,
utilizado con posterioridad de manera exclusiva para designar a los militantes
de AD), quien luego se hiciese militante del socialista Movimiento Electoral
del Pueblo (MEP), a Nicolás le dio por las simpatías socialistas radicales y
así entró a militar desde joven en la agrupación política de Carmelo Laborit:
la Liga Socialista. Una de las agrupaciones más radicales de su tiempo, acogía
a cualquier militante “joven romántico”,
sobre todo rebelde con “causa
revolucionaria adoptada”, tocado además de gorro rastafari, atuendo que
Nicolás acogiese con particular entusiasmo. Sin lecturas, sin estudios, poco
afecto a las “disciplinas
revolucionarias”, Nicolás si gustaba de lanzar piedras y botellas a la
fuerza pública, del uso incendiario del gasoil, del caucho quemado, de la
arenga encendida en medio del tumulto y la reyerta callejera, acciones
concretas de la “lucha popular”; se
sentía a sus anchas en esas alteraciones del orden público sin destino
inmediato aparente, a las que podía entregarse emocionalmente con la misma
pasión que a un solo de tumbadora. Allí también se perdió en su laberinto y el
minotauro de su inconstancia revolucionaria, lo esperó más de una vez. Pero
allí permaneció, hasta que decidió tomar otra vía del laberinto que,
inexorablemente, lo llevó a la dirigencia sindical.
Allí se alejó, momentáneamente,
de la vía y la retórica discursiva revolucionaria, entrando a formar parte del
llamado “movimiento sindical venezolano”,
acaso siguiendo la senda del padre. No es cierto que haya sido suerte de
infiltración en “las filas de la derecha
sindical”; a mi humilde y empírico modo de ver, lo hizo a conciencia y de
motus propio, tras la búsqueda obsesiva, repito, del “brillo personal”. En la propia CTV, algún viejo sindicalista
venezolano, se expresó muy bien de él; afirmó que Nicolás tenía “madera y pedigree” e incluso podría llegar a convertirse con el
tiempo, en una figura prominente del tradicionalmente criollo sindicalismo
profesional. Siguió esa senda por un tiempo y no se le puede negar cierta
figuración, pero ese afán por el “brillo”,
connatural en aquel que “se siente” y
sabe que “no puede”, lo hizo
enfrentar una vez más a su minotauro personal, siendo derrotado en su huida y
perdiéndose de nuevo en su propia (y errática) ruta laberíntica.
Y así fue como llegó a Hugo
Chávez. A sus largas peroratas nocturnales, acompañadas de breves cenas de pan
y cambur; un café aquí, un carcelazo allá. Conductor, ayudante, camionero,
guardaespaldas, secretario, no hubo lo que no hiciera Nicolás para esa versión
de minotauro orador a quien le velaba el sueño denodadamente. El minotauro
fundó un partido; se hizo grande y se convirtió en Presidente de la República y
Nicolás, allí, siempre allí, se adentró en esta nueva ruta de su laberinto,
llevando a su lado a su propia versión de toro-hembra, con su propio laberinto
además, acaso más difícil y obscuro que su propio acertijo caminero: Cilia
Flores.
Nicolás y Cilia engendraron su
propia versión de minotauro. Una suerte de bóvido político humano, dotado de
una mega-cabeza tricéfala. Una interior, estratégica y pensante, personificada
en Cilia; otra semi-externa que los contiene a ambos; y la gran cabeza final:
el propio Nicolás. Y así, en una suerte de extraña mixtura, avanzaron sobre sus
propios laberintos entrelazados, enfrentando no uno, sino a montones de minotauros
a los que fueron derrotando, arrastrando, destruyendo o cautivando, pero
siempre en ambos laberintos, sumiendo todo y a todos a esa suerte laberíntica,
sin salidas, sin opciones o tal vez con muchas, pero solo para llegar,
desesperadamente, al mismo sitio, tras un arduo y peligroso tránsito.
Hoy Nicolás ciertamente “brilla”: es el Presidente de Venezuela.
Nunca se imaginó el maestro Maduro que aquel flaco desgarbado, expulsado dos
veces del liceo, con su multicolor gorro rastafari, amante de la salsa, el rock,
el teatro de calle y el cine club de barrio; que ese muchacho espigado con
pinta de cantante de orquesta costeña colombiana y bigote cortado a lo Pedro
Infante, que discurría sonriente y animoso por los pasillos de la CTV,
obsequioso con la alta dirigencia del sindicalismo más tradicional venezolano;
que el muchacho despeinado, enflaquecido por el desorden alimenticio de quien
huye y lucha simultáneamente, decorado el rostro con profundas ojeras por el
trasnocho trashumante tras ese nuevo “mesías
criollo”, se convertiría en el titular del puesto más importante de la
República. Pero sí, ocurrió y Nicolás, a despecho de sus enemigos, de sus
adversarios, de Alvarenga, de Diosdado, de Rafael, de Elías, de Jorge, del
Profesor Giordanni, del Profesor Navarro, de Ana Elisa, de María Cristina y del
propio Aristóbulo en algún momento, entre muchos otros, terminó siendo ungido
por el “Comandante Supremo” en
artículo mortis, por los medios nacionales y sin lugar a la menor duda.
Pero hoy Nicolás está en el peor
pasillo de su laberinto. Él y Cilia a lo lejos, escuchan el bramar de un nuevo
minotauro. Uno que le han criado con paciencia sus propios minotauros antes
engendrados y criados a su vez por ese mega-bestia propia: el Madurociliato. Y lo peor: lo han hecho merced de la obscuridad
que reina en esa laberíntica vida en la que discurren, entre intrigas y
santones, estrellas cubanas militares, calderos y bawalaos. Lo han puesto, a
los ojos de propios y extraños, como el único gran Minotauro (así, con mayúsculas).
Como el centro de todos los problemas; como la razón única de tanta sangre y
sufrimiento, eludiendo de ese modo, fácilmente, valiéndose de la obscuridad
propia de complejos y malignos laberintos, de la responsabilidad en el desastre
que supone un gobierno colegiado. Hacen ver que solo saliendo de Maduro,
termina la pesadilla laberíntica en la que viven ellos y vivimos todos. Y, de
nuevo, Nicolás perece de angustia en su propia confusión, aquella donde
cohabitan el sentido de una mediocridad sobredimensionada, con el afán por el
brillo que nunca llegó y jamás llegará.
El gran minotauro de tu propia
ambición (y la de Cilia), te ha devorado Nicolás, haciéndote definitivamente
parte de él, de su sangre, de su carne. No hay salida, Nicolás, la bestia-toro
está condenada al laberinto y allí, sin posibilidad alguna, verá el final de
sus días…Alea jacta est…
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