5 de enero de 2018

NICOLÁS EN SU LABERINTO

El título de este artículo sugiere que este servidor se arroga el prestigio de una luminaria de las letras castellanas. Del mismo modo, que el personaje del que trataremos de pergeñar ideas, calza las botas del más grande prócer de la historia patria venezolana, además de una de las más grandes figuras en la historia republicana mundial. Ni este servidor tiene el talento de quien creó un título similar, ni mi personaje, aunque es práctica obsesión en él (heredada por fuerza), ni que tuviese la mejor disposición, puede introducir su abundosa humanidad actual en el breve calzado de Simón Bolívar.

Sí, en efecto, pretendo conversar con quien tenga la gentileza en leerme, acerca del Presidente Nicolás Maduro Moros, actual Primer Mandatario de Venezuela y a quien se responsabiliza, con exagerada exclusividad, del inmenso desastre que hoy vive esta la “Patria de Bolívar”, como gusta tanto a sus “rojos” seguidores nominarla. Y pretendo hacerlo, curiosamente en mí, un anónimo adversario contumaz, para discurrir acerca de su vida como ser humano, ante todo y todos, por encarnar ese eterno niño criollo, preso por siempre en su laberinto de dudas, especialmente uno muy parecido a aquel que albergara al minotauro mitológico griego.

Voy a incurrir en un fallo imperdonable: tutear a un Primer Mandatario. Ni soy su amigo, ni aspiro serlo; tampoco pretendo ser un Antonio Leocadio Guzmán buscando la gracia de José Tadeo Monagas. Soy simplemente un venezolano común, como solía decir Tomás Lander en alguna oportunidad, tratando de cumplir con lo que cree su deber: arrojar algo de luz, donde reina la obscuridad, sobre todo tratándose de un personaje nacional a quien se le atribuye (y de hecho buena parte tiene) la culpa de lo que hoy vivimos. Reitero que no tengo relación amistosa con el Presidente, por ninguna vía y a través de ningún conocido actual, pero por esas gracias afectivas y aproximativas aleatorias que tiene mi Patria, hube de conocerlo tangencialmente de niño; luego de muchacho; más tarde, en esos caminos de Dios como seguidor del líder carismático del momento, en los tiempos fundacionales y tumultuosos del Movimiento Quinta República (MVR); y, finalmente, como sufriente compatriota, en sus infortunadas actuaciones como funcionario público de alto nivel, todas, en su conjunto, suerte de colcha de retazos mal cocida y peor terminada.

Nicolás ha vivido eternamente en un laberinto. Una suerte de espacio engañoso (virtud de sus propias confusiones nunca resueltas), sin salidas y dónde en algún recodo, inexorablemente, tendría que enfrentar al minotauro, esa bestia entre toro y hombre que siempre, según él, encarnado en alguien visto como enemigo, amenazaría con destruirlo. Dédalo de su propia existencia, Nicolás ha avanzado por ella como elefante en cristalería. Una suerte de eterno niño perdido, no obstante haber contado con el afecto incondicional de su madre y de su familia, en especial de algunas de sus tías, hermanas de la madre, de quienes recibiera particulares cuidados. Un padre fuerte, sí; severo, sí; ausente en alguna medida, sí, pero al que nadie puede negarle su claridad política e ideológica, a más de su firme intensión de velar por la existencia de su familia. Hizo lo mejor que pudo en una nación signada por el “padre gamonal” y los “escarceos amatorios” por añadidura. Los hombres tenían que oler a pólvora y tabaco en el siglo XIX; en el XX, después de Gómez, luego del advenimiento de la democracia romulera y las prácticas Perezjimenistas, además de agua de colonia, a billete y a “travesura vespertina”.

Avanzó por su laberinto en una juventud que pugnaba entre la confusión infantil propia del único varón; la flojera ínsita del adolescente; la marea hormonal y los amaneceres hacia una torpeza natural, signada sin embargo por un notable talento hacia las artes escénicas y la música, erróneamente vistas por el padre severo como “arrestos inoficiosos” propios, precisamente, de la pleamar y la bajamar de esa marea. “De esos oficios no se come”; “esa gente es inútil”; “músico y parranda, bailan juntos”; “de allí no sale nada bueno”; “lupanar y piano: Agustín Lara”. Sin embargo le dio por ahí, pero, lamentablemente, aunque bueno para esas cosas, no disponía del talento suficiente para brillar, una suerte de búsqueda obsesiva en Nicolás: brillar, brillar, brillar. La piedra, piedra al fín, no brillará jamás Nicolás, si no se la trabaja…

Como todo muchacho de alma sensible, con un progenitor de oficio político, primigeniamente adeco (mote que distinguiese al militante de Acción Democrática o del Partido Comunista durante los tiempos del llamado Decenio Militar, nacido de la contracción de las palabras “acciondemocratista y comunista”, de allí el vocablo “adeco”, utilizado con posterioridad de manera exclusiva para designar a los militantes de AD), quien luego se hiciese militante del socialista Movimiento Electoral del Pueblo (MEP), a Nicolás le dio por las simpatías socialistas radicales y así entró a militar desde joven en la agrupación política de Carmelo Laborit: la Liga Socialista. Una de las agrupaciones más radicales de su tiempo, acogía a cualquier militante “joven romántico”, sobre todo rebelde con “causa revolucionaria adoptada”, tocado además de gorro rastafari, atuendo que Nicolás acogiese con particular entusiasmo. Sin lecturas, sin estudios, poco afecto a las “disciplinas revolucionarias”, Nicolás si gustaba de lanzar piedras y botellas a la fuerza pública, del uso incendiario del gasoil, del caucho quemado, de la arenga encendida en medio del tumulto y la reyerta callejera, acciones concretas de la “lucha popular”; se sentía a sus anchas en esas alteraciones del orden público sin destino inmediato aparente, a las que podía entregarse emocionalmente con la misma pasión que a un solo de tumbadora. Allí también se perdió en su laberinto y el minotauro de su inconstancia revolucionaria, lo esperó más de una vez. Pero allí permaneció, hasta que decidió tomar otra vía del laberinto que, inexorablemente, lo llevó a la dirigencia sindical.

Allí se alejó, momentáneamente, de la vía y la retórica discursiva revolucionaria, entrando a formar parte del llamado “movimiento sindical venezolano”, acaso siguiendo la senda del padre. No es cierto que haya sido suerte de infiltración en “las filas de la derecha sindical”; a mi humilde y empírico modo de ver, lo hizo a conciencia y de motus propio, tras la búsqueda obsesiva, repito, del “brillo personal”. En la propia CTV, algún viejo sindicalista venezolano, se expresó muy bien de él; afirmó que Nicolás tenía “madera y pedigree”  e incluso podría llegar a convertirse con el tiempo, en una figura prominente del tradicionalmente criollo sindicalismo profesional. Siguió esa senda por un tiempo y no se le puede negar cierta figuración, pero ese afán por el “brillo”, connatural en aquel que “se siente” y sabe que “no puede”, lo hizo enfrentar una vez más a su minotauro personal, siendo derrotado en su huida y perdiéndose de nuevo en su propia (y errática) ruta laberíntica.

Y así fue como llegó a Hugo Chávez. A sus largas peroratas nocturnales, acompañadas de breves cenas de pan y cambur; un café aquí, un carcelazo allá. Conductor, ayudante, camionero, guardaespaldas, secretario, no hubo lo que no hiciera Nicolás para esa versión de minotauro orador a quien le velaba el sueño denodadamente. El minotauro fundó un partido; se hizo grande y se convirtió en Presidente de la República y Nicolás, allí, siempre allí, se adentró en esta nueva ruta de su laberinto, llevando a su lado a su propia versión de toro-hembra, con su propio laberinto además, acaso más difícil y obscuro que su propio acertijo caminero: Cilia Flores.

Nicolás y Cilia engendraron su propia versión de minotauro. Una suerte de bóvido político humano, dotado de una mega-cabeza tricéfala. Una interior, estratégica y pensante, personificada en Cilia; otra semi-externa que los contiene a ambos; y la gran cabeza final: el propio Nicolás. Y así, en una suerte de extraña mixtura, avanzaron sobre sus propios laberintos entrelazados, enfrentando no uno, sino a montones de minotauros a los que fueron derrotando, arrastrando, destruyendo o cautivando, pero siempre en ambos laberintos, sumiendo todo y a todos a esa suerte laberíntica, sin salidas, sin opciones o tal vez con muchas, pero solo para llegar, desesperadamente, al mismo sitio, tras un arduo y peligroso tránsito.

Hoy Nicolás ciertamente “brilla”: es el Presidente de Venezuela. Nunca se imaginó el maestro Maduro que aquel flaco desgarbado, expulsado dos veces del liceo, con su multicolor gorro rastafari, amante de la salsa, el rock, el teatro de calle y el cine club de barrio; que ese muchacho espigado con pinta de cantante de orquesta costeña colombiana y bigote cortado a lo Pedro Infante, que discurría sonriente y animoso por los pasillos de la CTV, obsequioso con la alta dirigencia del sindicalismo más tradicional venezolano; que el muchacho despeinado, enflaquecido por el desorden alimenticio de quien huye y lucha simultáneamente, decorado el rostro con profundas ojeras por el trasnocho trashumante tras ese nuevo “mesías criollo”, se convertiría en el titular del puesto más importante de la República. Pero sí, ocurrió y Nicolás, a despecho de sus enemigos, de sus adversarios, de Alvarenga, de Diosdado, de Rafael, de Elías, de Jorge, del Profesor Giordanni, del Profesor Navarro, de Ana Elisa, de María Cristina y del propio Aristóbulo en algún momento, entre muchos otros, terminó siendo ungido por el “Comandante Supremo” en artículo mortis, por los medios nacionales y sin lugar a la menor duda.

Pero hoy Nicolás está en el peor pasillo de su laberinto. Él y Cilia a lo lejos, escuchan el bramar de un nuevo minotauro. Uno que le han criado con paciencia sus propios minotauros antes engendrados y criados a su vez por ese mega-bestia propia: el Madurociliato. Y lo peor: lo han hecho merced de la obscuridad que reina en esa laberíntica vida en la que discurren, entre intrigas y santones, estrellas cubanas militares, calderos y bawalaos. Lo han puesto, a los ojos de propios y extraños, como el único gran Minotauro (así, con mayúsculas). Como el centro de todos los problemas; como la razón única de tanta sangre y sufrimiento, eludiendo de ese modo, fácilmente, valiéndose de la obscuridad propia de complejos y malignos laberintos, de la responsabilidad en el desastre que supone un gobierno colegiado. Hacen ver que solo saliendo de Maduro, termina la pesadilla laberíntica en la que viven ellos y vivimos todos. Y, de nuevo, Nicolás perece de angustia en su propia confusión, aquella donde cohabitan el sentido de una mediocridad sobredimensionada, con el afán por el brillo que nunca llegó y jamás llegará.

El gran minotauro de tu propia ambición (y la de Cilia), te ha devorado Nicolás, haciéndote definitivamente parte de él, de su sangre, de su carne. No hay salida, Nicolás, la bestia-toro está condenada al laberinto y allí, sin posibilidad alguna, verá el final de sus días…Alea jacta est…









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